13 de junio de 2012

Méjico como fin

  "I did Alfredo Garcia, and I did it exactly the way I wanted to. Good or bad, like it or not, that was my film."
(“Hice Alfredo García, y la hice exactamente de la manera que quise. Buena o mala, guste o no, esa era mi película”)
Sam Peckinpah


A Sam Peckinpah le entusiasmaba Méjico. Amaba su anarquía vital, sus mujeres (se casó con una, la misma, tres veces), sus peleas de gallos, sus cantinas, su tequila, su música, y su carácter incivilizado frente a la fachada de orden de los Estados Unidos. En “La huida” (1972) de Steve McQueen y Ali McGraw ese país es su salvación, como es el refugio querido y ocasional de Billy the Kid en “Pat Garrett & Billy the Kid” (1973). Y “Mayor Dundee” (1965) y “Grupo salvaje” (1969) transcurren en buena parte allí, como si Peckinpah necesitara imperiosamente justificar las filmaciones en ese país, y retratar sus paisajes y sus gentes.
Probablemente el director californiano nunca disfrutó tanto un rodaje como el de “Quiero la cabeza de Alfredo García” (“Bring Me the Head of Alfredo García”, 1974), rodada y ambientada íntegramente en Méjico, en el que además dispuso de una libertad creativa de la que no había gozado antes ni volvería a gozar en el futuro, siempre enfrascado en rodajes turbulentos (en parte por su propia culpa) y expuesto a mutilaciones de sus films por parte de los productores.
Es “Quiero…” una película libre, valiente, honesta nihilista, más lírica que violenta, y ferozmente personal. Para muchos el más personal de todos sus films, como corroboran las palabras del propio Peckinpah recogidas más arriba, realizado a partir de una historia escrita por él mismo junto con Frank Kowalski.

Es una “road movie” que mantiene el tono justo a lo largo de todo el metraje, entre la aventura desesperada y el romanticismo crepuscular, con destellos de humor negro propiciados por la cabeza del título, que viaja en el coche del protagonista (Warren Oates) entre hielo y moscas, y es objeto de los celos retrospectivos de éste con respecto a su antiguo portador. Una película que empieza bucólicamente, con una joven sentada frente a un lago, y concluye con la imagen del cañón de un fusil disparando, metáfora del mundo despiadado que retrata.

Pero es por encima de todo una extraña historia de amor, el que siente un perdedor en busca de su última oportunidad por una prostituta, Elita (Isela Vega). Las escenas entre ellos son probablemente las mejores: Oates, que duerme con las gafas de sol puestas, se despierta con ladillas en el pene tras pasar la noche con ella; la del picnic en la carretera, empapada de romanticismo otoñal y en la que él acaba por pedirle que se casen; la tristísima en que ella llora sentada bajo la ducha; y la que precede a la profanación de la tumba, una secuencia extraordinaria.


Políticamente incorrecto siempre, la controversia viene, una vez más en la filmografía de Sam Peckinpah, de la mano de la misoginia y la violencia presentes. Sin embargo, la innegable misoginia del director es aquí menos cruda y más matizada que en otras películas. Elita es un personaje complejo, que parece entregarse con cierto gusto a la violación por parte del motero que interpreta Kris Kristofferson, pero a la que intuimos enamorada aún del muerto Alfredo García, un amor nunca expresado con palabras, pero que se palpa con fuerza en la bellísima secuencia nocturna y casi muda de la profanación de la tumba, en la que la lectura moral de lo despreciable de este acto se extiende a la de la profanación de los sentimientos de la chica.
Y respecto a la violencia, no hay gratuidad en las matanzas como sí en otras de sus películas, aunque son interesantes las declaraciones de James Coburn: “Sam quería mostrar la violencia como era para alcanzar la no violencia, para hacerla tan repulsiva que nadie quisiera verla”. “Bloody Sam” siempre fue un apodo relativamente injusto.

Uno se anima a conjeturar que la película no hubiera sido tan buena sin la (mala) presencia de Warren Oates, que encarna al protagonista, un gringo perdedor llamado Bennie afincado al sur del Río Grande. Oates, natural de Kentucky y desaseado como un antihéroe de Bukowski (al que sus hermanos afeaban su nulo gusto por la higiene en “Mayor Dundee”), fue un asiduo de ese verdadero “wild bunch” de actores que conformó Peckinpah a lo largo de su carrera (James Coburn, Strother Martin, Dub Taylor, Ben Johnson, John Davis Chandler, L.Q. Jones, Slim Pickens, o ese R.G. Armstrong al que Peckinpah otorgó papeles de rudo reverendo o intransigente puritano pero cuyo aspecto en la vida real no difiere mucho del de un pirata), y es de lamentar que falleciera tan joven, de un ataque al corazón a los 52 años.

A uno le parece que hay algo más de verdad en ese perdedor desastrado que entra en una espiral suicida de sangre un poco por amor y otro poco por inercia, que en el “Why not?” que el mismo Warren Oates le responde a William Holden camino de la carnicería final de “Grupo salvaje”. Entre estas las dos obras maestras de Peckinpah el tiempo parece ir prefiriendo la autenticidad de “Quiero…” al formidable virtuosismo de “Grupo salvaje”.

Del tronco de Alfredo García, o más bien de su cabeza, vienen Tarantino, Robert Rodríguez o el Tommy Lee Jones de “Los tres entierros de Melquíades Álvarez

   


30 de abril de 2012

La mirada del intruso

Una gratísima ráfaga de ese viento fresco tan omnipresente en la película me ha parecido la nueva adaptación de la novela de Emily Bronte “Cumbres borrascosas”, a cargo de la cineasta inglesa Andrea Arnold (“Wuthering Heights”, 2011), de las mejores estrenadas en España en lo que va de 2012.
Refrescante para empezar por lo que supone de oposición a un tipo de adaptación literaria típicamente británica, costume films de una absoluta perfección en la reconstrucción de época, con inmejorables trabajos de dirección artística o vestuario o rigor histórico o de interpretación, pero sin alma, sin vida, sin garra, en definitiva perfectas en su frío academicismo (pienso por ejemplo en aquellas de que ha sido objeto Jane Austen).


Es por eso que es doblemente admirable el logro de Andrea Arnold con una adaptación valiente, anticonvencional, un punto salvaje y muy original en enfoque narrativo y puesta en escena, y con la maravillosa radicalidad de rodarla en los inhóspitos lugares en que transcurre la acción, esos páramos de Yorkshire que cobran enorme vida hasta el punto de ser un personaje más de la ficción.

La historia está plenamente narrada desde el punto de vista de Heathcliff, el intruso, el gitano adoptado por el cabeza de familia, aquí caracterizado como negro. Ese punto de vista determina la puesta en escena, con la cámara acompañando al personaje y a su mirada sobre todo lo que le rodea, un procedimiento especialmente eficaz para el Heathcliff adolescente que lo observa todo con extrañeza e inquietud, y con fascinación hacia la más joven de la familia, Cathy.
El hiperrealismo de la película nos sumerge en las vivencias de los personajes casi en todo momento, haciéndonos casi sentir el barro que pisan, la espesa niebla, la lluvia y especialmente el viento (chapeau para Nicolas Becker, encargado del sonido en un film, subrayemos, sin banda sonora), ese viento que les cala los huesos, con una maestría digna de Kurosawa en la utilización de los elementos naturales.


Percibimos como muy real la relación de mutua compañía entre Cathy y Heathcliff, con esa inconsciencia instintiva de los muy jóvenes que se encuentran a gusto entre ellos, almas gemelas en su vínculo común con el desolado paisaje, en definitiva hechos el uno para el otro, como demuestra esa preciosa secuencia en que la chica lame las heridas de los latigazos que ha recibido Heathcliff.
Y es un grandísimo acierto de Andrea Arnold el haber optado mayoritariamente por actores no profesionales, especialmente los que encarnan a Cathy y Heathcliff como adolescentes, Solomon Glave y Shannon Beer, que son toda naturalidad y feliz inconsciencia. A su lado, paradójicamente, la profesional Kaya Scodelario como Cathy joven y el debutante James Howson como Heathcliff joven, palidecen significativamente.


“Cumbres borrascosas” es una gran película trágica, a pesar de una segunda parte que desmerece al lado de la primera, enlazadas por cierto por una bellísima elipsis con la niebla como protagonista y denominador común de la huida y el regreso de Heathcliff. Porque es un film que acumula también bastantes defectos: ese desequilibrio entre sus dos partes, carente la segunda de la fuerza telúrica de la primera, con una escena tan importante como la del reencuentro entre Cathy y Heathcliff tratada de forma anémica; la débil interpretación de Scodelario y Howson; o la desafortunada concesión a nuestra época que supone insertar una canción pop para el final.

Muy justamente ha sido reconocido y premiado (en los festivales de Venecia y Valladolid) el fantástico trabajo del operador Robbie Ryan, de una extrema fisicidad, saludablemente arriesgado como casi todo en este proyecto de Andrea Arnold, a la que habrá que seguir la pista.
Como también a ese nuevo cine inglés innovador estilística y temáticamente, celebrado hace unos meses por la revista Positif , y que ha aterrizado recientemente en España con películas como “Shame”, “El topo” o la que he reseñado.


5 de marzo de 2012

El fallido Hoover de Clint Eastwood

Es evidente hasta qué punto Clint Eastwood filma tanto mejor cuanto más le gustan o comprende a sus personajes. Contempla con intenso afecto a la pareja de amantes de “Los puentes de Madison” (1995), especialmente a la Francesca de Meryl Streep; al noble solitario de Matt Damon en “Más allá de la vida” (2010); al viejo cascarrabias interpretado por él mismo y al chico vietnamita de “Gran Torino” (2008); también al autodestructivo y libérrimo honkytonk man que borda en “El aventurero de medianoche” (1982), al que mira con el sobrio cariño del sobrino del personaje; y con ese afecto contempla también a los hawksianos veteranos astronautas de “Space Cowboys” (2000). Y se trasluce una profunda comprensión por las razones de ese ladrón dibujante que quiere recuperar el afecto de su hija en “Poder absoluto” (1997), por el indestructible espíritu de lucha de esa madre que busca a su hijo desaparecido en “El intercambio” (2008) o, finalmente, por la ética personal del fugitivo que encarna Kevin Costner en “Un mundo perfecto” (1993), donde nuevamente encontramos la mirada de un niño (puro “Moonfleet” de Fritz Lang).


Pero J. Edgar Hoover, el todopoderoso y legendario fundador del FBI, no parece gustarle en absoluto, y aunque se esfuerce junto con el guionista Dustin Lance Black por entender sus motivaciones más íntimas, lo cierto es que se les hace difícil comprenderlo y de eso se resiente la película.
Me ha decepcionado bastante el último film de Eastwood, “J. Edgar” (2011), una película biográfica sin brío, de narración frecuentemente apagada, estructurada con un exceso de saltos temporales que rara vez confieren un sentido a lo que se pretende mostrar. Una película que sólo parece remontar el vuelo en aquellas secuencias que muestran los primeros compases de la relación homosexual entre Hoover y su segundo de a bordo en el FBI Clyde Tolson (Armie Hammer), o en alguna otra esporádica como aquella en que Hoover le pide matrimonio a la que será su secretaria (Naomi Watts) en la biblioteca del Congreso.


Quizás sea pertinente la comparación de “J. Edgar” con el “Nixon” (1995) de Oliver Stone, en cuanto
a lo que ambas tienen de estudio reciente de un individuo ávido de poder y reconocimiento, y de las más profundas motivaciones de sus comportamientos.
Stone equiparaba al obsesivo presidente con el Macbeth shakespeareano, y quizás pecaba de pretencioso en su enfoque, pero su película, plena de barroquismo y de puesta en escena espasmódica, así como finalmente ambigua en su retrato de Richard Nixon, conserva sin embargo un notable vigor y logra darnos la medida y el fondo que buscaba para el personaje, se correspondiera más o menos con el Nixon real.
Sin duda uno particularmente prefiere un enfoque concisamente clásico a uno barroco, pero siempre y cuando el primero no derive hacia la falta de emoción y de vigor narrativo, hacia la atonía y la frialdad, hacia los cuales se decanta este “J. Edgar” a pesar de algunas explosiones pasionales como esa pelea de amantes que termina con Tolson besando la boca ensangrentada de Hoover.


El inquietante Hoover ha gozado de muy buenos intérpretes en el cine, la televisión y los escenarios: Bob Hoskins (en el “Nixon” de Stone), Ernest Borgnine, Pat Hingle, Treat Williams, Richard Dysart, Jack Warden, Vincent Gardenia, Kelsey “Frasier” Grammer, o el gran Broderick Crawford, cuya interpretación en la apetecible “The Private Files of J.Edgar Hoover” (1977), de Larry Cohen, recibió una muy calurosa acogida en su estreno.
Y ahora le ha tocado el turno a Leonardo Di Caprio, cada día mejor actor gracias al impulso de Spielberg y Scorsese, que está magnífico como Hoover joven, y sale airoso en las escenas del Hoover viejo, sorteando el escollo de la mala caracterización de los actores en sus personajes como ancianos, de la que sobre todo sale mal parado Armie Hammer.

1 de febrero de 2012

Dos grandes películas B de Richard Fleischer

La RKO, el legendario estudio hollywoodiense del que salieron en sus años de esplendor “King Kong” (1933), “Ciudadano Kane” (1941) o “La fiera de mi niña” (1938), fue durante los años 40, en su línea de producción de serie B, un impresionante vivero de talentos que ascenderían posteriormente a las películas de grandes presupuestos. Una formidable cantera de la que salieron Mark Robson, Robert Wise, Edward Dmytryk, Anthony Mann y Richard Fleischer, todos futuros realizadores de primera categoría, sobre todo los dos últimos. 

Richard Fleischer, hijo del gran cartoonist Max Fleischer, creador de Popeye y Betty Boop, se curtió largos años en las producciones baratas, principalmente en RKO, antes de progresar hacia las películas de alto presupuesto y las superproducciones. Fleischer fue un talento titánico cuyas mejores películas no han envejecido un ápice, y, lo que no es poco, ese talento se combinó con una personalidad modestísima, que el crítico Jacques Lourcelles definió de una forma inmejorablemente elegante como “la serenidad en sus relaciones con su propio ego”.

De aquella época de formación del creador de obras tan redondas como “Los vikingos” (un 8000 metros del género de aventuras), “Barrabás” (una verdadero diamante, el más extraño de los films bíblicos), “El estrangulador de Rillington Place” (mejor aún que su predecesora, también de Fleischer, “El estrangulador de Boston”, y cumbre absoluta de las películas sobre asesinos en serie), el policial “Los nuevos centuriones” o la desasosegante intriga psicológica “La muchacha del trapecio rojo”, de aquella humilde época de formación, decía, he visto recientemente dos auténticas joyas que quisiera reseñar.

Ambas son, por supuesto, films policíacos sin pretensiones que glorifican el papel de los agentes de la ley, y están protagonizadas por Charles McGraw, un actor notable, al que le va como un guante el calificativo de sólido, primer espada de innumerables thrillers baratos, y con papeles recordados como el sádico instructor de gladiadores de “Espartaco” o uno de los matones tras de Burt Lancaster en “Forajidos”.

Ninguna de las dos alcanza los 70 minutos de duración, y no parecen necesitar de más para narrar sus historias, lo que desacredita el farragoso metraje de tantos films policíacos contemporáneos.

La primera, “Armored Car Robbery” (1950), tiene un final (billetes desperdigados por la pista de aterrizaje de un aeropuerto) que se diría inspiró a Kubrick el de “Atraco perfecto” (1956). Pertenece al subgénero hold-ups (películas de “atraco perfecto”, al que Fleischer volvería en 1955 con “Sábado trágico”), pero despacha rápido la ejecución del atraco para centrarse en la persecución de los delincuentes y las relaciones entres estos, comandados por un prestigioso profesional del crimen llamado Dave Purvus al que encarna un espléndido William Talman.
Un ritmo sostenido recorre una película en la que abundan los planos en contrapicado, y cuyo guión firman Earl Felton y Gerald Drayson Adams.


La segunda, “The Narrow Margin” (1952) es todavía mejor (preciso como un reloj el guión de Earl Felton), y transcurre durante alrededor de tres cuartas partes de su metraje en un tren que cubre el trayecto Chicago-Los Ángeles, en el que viajan un policía y la chica a la que debe proteger de cara a testificar contra la Mafia.
Fleischer, que se sentía muy orgulloso de este film, salió victorioso del grandísimo reto para su destreza en la puesta en escena que suponía ambientar una película de acción entre los vagones de un tren.

Hay tantos aspectos que destacar en este film…Ahí está la palpable sensación de claustrofobia, de completo agobio, reforzada por las apariciones de un hombre gordísimo que abarca todo el ancho de los pasillos del tren; un soterrado, casi involuntario, humor en momentos ocasionales.; un hallazgo visual tan notable como el reflejo de un coche en los cristales del tren utilizado como imagen de enlace entre los acontecimientos que transcurren en distintos compartimentos, un leitmotiv que además se revelará posteriormente como fundamental para la resolución  de una las escenas clave del film  (lo que enlaza con aquel principio de Chejov para el teatro: “Si en el primer acto has colgado una pistola en la pared, en el siguiente debe ser disparada”). También una pelea entre McGraw y uno de los asesinos a sueldo en el angostísimo espacio de un compartimento, tan física o más que la de la barbería de “Encubridora” (1953) que filmó Fritz Lang cámara al hombro; y el gran papelón, con sorpresa incluida, de la morena de enormes ojos Marie Windsor, que fue miss Utah antes del cine. Y en fin, la economía narrativa, el ritmo extraordinario, casi dignos de un Raoul Walsh.


La película disfrutó durante años de una modesta fama, que llevó incluso a la realización de un remake que hizo Peter Hyams en 1990 con Gene Hackman y Anne Archer, de 97 minutos de duración (cerca de media hora más que la original) y que desconozco.

Queda además la certeza de que la filmografía de Richard Fleischer aún alberga muchas sorpresas por descubrir. Un cineasta imprescindible desde cualquier ángulo.

28 de diciembre de 2011

El Terror de Michael Corleone

Los enemigos oficiales de Michael Corleone en “El Padrino, 2ª Parte” (“The Godfather: Part 2, 1974) son el viejo capo judío Hyman Roth (Lee Strasberg), el en otro tiempo leal Frank Pentangeli (Michael V. Gazzo) y su propio hermano Fredo (John Cazale), pero el más encarnizado es el propio Michael, de forma que esta segunda entrega de la trilogía de Francis Ford Coppola es la crónica de su autodestrucción, de su paulatina y desabrida conversión en un puro criminal sediento de venganza. Al Pacino nos da la temperatura exacta de esa evolución que ya había empezado a fraguarse en el primer “El Padrino”, mediante una actuación insuperable y amarga, de las mejores de los últimos 40 años.

Pero voy a escribir de la muerte de Pentangeli, al que da vida maravillosamente el extrovertido Michael V. Gazzo, por lo que tiene de significativa y original respecto al retrato de la evolución psicológica de Michael Corleone.


En una estupenda escena de amanecer carcelario con el consigliere Tom Hagen (Robert Duvall), a Pentangeli se le concede el honor de morir como un patricio romano, abriéndose las venas, como Séneca o Petronio, coherentemente con la afición del personaje por la Historia y, en una escena posterior, nos lo dan muerto visualmente mediante un plano (arriba, a la izqda.) con claros ecos del asesinato del jacobino Jean-Paul Marat que retrató Jacques-Louis David en un lienzo famoso de 1793 que se encuentra en Bruselas (arriba, a la dcha.).

La significación de la imagen de esa muerte (ignoro si idea de Coppola, del genial operador Gordon Willis o quizás del mismo Mario Puzo) va más allá de un elegante y culto plano con el objeto de filmar una muerte, incluso de una magnífica idea visual que define un rasgo del personaje, su significación, decía, llega a toda la película, de forma que Michael queda vinculado a través de la figura de Marat, lugarteniente de Robespierre, a aquel sangriento periodo de la Historia francesa de la época revolucionaria que es conocido como el Terror.
Terror sin más, eso termina siendo Michael Corleone al final de “El Padrino, 2ª parte”.

23 de noviembre de 2011

Tema del traidor y del héroe

El estupendo cuento de Borges del que tomo el título relataba la historia de un héroe de la lucha irlandesa por la independencia del que se descubría que en realidad era un traidor, pero al que sus correligionarios hacían morir como héroe para que la moral de la causa no se resintiera, escenificando su muerte con detalles tomados del “Julio César” de Shakespeare.
A la inversa del cuento de Borges, en la extraordinaria película del genial Roberto Rossellini que es “El general della Rovere” (“Il generale della Rovere”, 1959), el traidor inicial termina como héroe.

Es la historia de un estafador de medio pelo llamado Bardone (Vittorio De Sica), que en la Génova de finales de la Segunda Guerra Mundial subsiste ofreciéndose a la gente para interceder ante los alemanes por sus familiares encarcelados o deportados, incluso en casos en que sabe que no hay posible solución. A cambio, por supuesto, de importantes sumas de dinero que se reparte con un oficial alemán. Es alguien que juega con el dolor y los sentimientos de la gente. Le pierde el juego, en el que dilapida las cantidades que le entregan sus estafados, incluyendo el porcentaje de su socio alemán, fomentando una espiral en la que necesita más y más dinero y por lo tanto nuevas víctimas. Descubiertas sus actividades por el alto mando alemán, el coronel Mueller (Hannes Messemer) le ofrece quedar en libertad a cambio de hacerse pasar por un líder de la Resistencia, el general della Rovere, ya muerto por los alemanes. La idea es que bajo esa identidad ingrese en la prisión milanesa de San Vittore con el objeto de contactar con otro de los líderes importantes de la Resistencia, supuestamente encarcelado, y al que los alemanes necesitan identificar.
Estructurada la película en dos partes, la primera se extiende sobre las actividades delictivas del personaje con apuntes de su vida cotidiana, mientras que la segunda se desarrolla íntegramente en la prisión milanesa de San Vittore, escenario de la evolución moral del personaje.

Bardone es al principio un desaprensivo, un estafador, un irresponsable, pero conserva pese a todo algo de sensibilidad y es simpático, encantador, un seductor típicamente italiano, aunque hombre maduro es apuesto y dos guapas jóvenes (encarnadas por las exuberantes Giovanna Ralli y Sandra Milo) beben los vientos por él.
Y este personaje no podía ser interpretado sino por el gran Vittorio De Sica (9 películas como actor estrenadas en 1959): un papel perfecto para el actor-director, de hecho la personalidad del actor absorbe plenamente a su personaje en la primera parte, de forma que la picaresca del personaje Bardone se confunde con la del personaje De Sica. Su actuación es riquísima de matices, dando con sutileza
el tempo apropiado de la evolución de Bardone, que percibimos plenamente verosímil.  

En cuanto al tema esencial de la película, la toma de conciencia, quizás el momento en el que, después de haber recibido una brutal paliza, a Bardone le leen la carta de la mujer del individuo cuya personalidad está suplantando y le muestran una foto familiar, aparte de ser muy emocionante, quizás ese momento digo, marque el definitivo punto sin retorno en su evolución hacia la solidaridad. La película, y sobre todo esta escena, sugiere la idea de que tal vez sólo el sufrimiento en nuestras propias carnes nos puede llevar a la definitiva comprensión del ajeno. Y es probablemente también buena prueba de ello las frases que le dirige Bardone-Della Rovere al coronel Mueller antes de subir hacia el pelotón de fusilamiento: “¿Qué sabrá usted?, ¿Acaso ha pasado alguna vez una noche como esta?”.

Si bien Rossellini filmó en escenarios reales sus obras maestras neorrealistas de la inmediata posguerra, aquí los espléndidos decorados de Piero Zuffi nos sitúan apropiadamente en el caos y la incertidumbre de la última fase de la guerra. Y la puesta en escena es igualmente límpida, sobria, concisa, sin un solo efecto ni ningún plano gratuito, sin brillantez formal o virtuosismos que puedan distraernos de la historia y sus implicaciones morales.

León de Oro en el Festival de Venecia de 1959 (junto con “La gran guerra” de Mario Monicelli), creo necesario reivindicar esta gran película que el propio Rossellini trató con dureza (“He hecho sólo dos películas puramente alimenticias porque tenía necesidad de dinero para seguir adelante: “El general della Rovere” y “Anima nera”. Me lo reprocho severamente”), y es que en ocasiones no conviene hacer demasiado caso a los cineastas en la valoración de sus propias obras, recuerdo como Fritz Lang decía haberse dormido revisionando en televisión, al cabo de muchos años, su excelente “El ministerio del miedo”.

“El general della Rovere” es una de las mejores películas, junto con “Moonfleet” de Lang, sobre el nacimiento y desarrollo de una toma de conciencia moral en un personaje cuya vida había destacado hasta ese momento por ser ajena a cualquier comportamiento ético.

Como decía aquel personaje de “Antes de la revolución” de Bertolucci: “No se puede vivir sin Rossellini”.


26 de octubre de 2011

Elipsis



Estos fotogramas correspondientes a “Lawrence of Arabia” (1962) de David Lean suponen una bellísima, quizá de las más bellas, elipsis del cine.
Para un gran narrador cinematográfico es indispensable manejar con soltura la elipsis, que en una definición sencilla viene a ser un salto en el espacio o en el tiempo, o en ambos al mismo tiempo, dentro de la narración. Por añadidura, una elipsis puede tener un carácter simbólico (como en la celebérrima de “2001, una odisea del espacio” de Kubrick en la que el hueso se transforma en un satélite: el relato ha avanzado millones de años y queda además expresado el salto en el progreso humano), o plástico, como la que nos ocupa, que cumple su esencial función de hacer avanzar la acción en el espacio y en el tiempo sin fárragos innecesarios, y, al mismo tiempo, es acorde con el esplendor visual de la película.

A continuación la describo. En un plano vemos al Lawrence de Peter O´Toole, al que acaban de asignar una misión en el desierto, mirar fijamente y a continuación soplar sobre una cerilla, seguido por otro plano de una lenta salida del sol en el desierto, una preciosa manera de introducirnos de lleno y directamente en la aventura. La cerilla ya ha tenido su significación en una secuencia anterior, en la que Lawrence, de temperamento masoquista, ha apagado una cerilla con los dedos sin expresar el más mínimo dolor, respondiendo a una camarada: “Por supuesto, duele...el truco es que no te importe que duela”.

¿Y qué decir en unas pocas líneas de “Lawrence of Arabia”, de la que tanto se puede comentar?:
Que es un gran fresco épico y un retrato lo más exhaustivo posible sobre un individuo enigmático y de múltiples recovecos, una película “completa” en el sentido que Juan Ramón Jiménez quería para la poesía, es decir, perfecta e imperfecta. Perfecta en el logro de una épica cinematográfica que ya a pocos cineastas parece interesar, en el planteamiento de las múltiples facetas del personaje principal, en la deslumbrante imaginería de Frederick A. Young, en la descripción de los filisteos intereses de la alta política, y en algunos encuadres, elipsis y metáforas de una sutileza magistral. Imperfecta por algunos fragmentos innecesariamente largos de la segunda parte, en la tosca caracterización de los personajes árabes (sobre todo del que encarna con poca fortuna Anthony Quinn), en momentos donde Lean exhibe vicios estilísticos o una molesta tendencia al subrayado y a cargar las tintas, reforzados por la exageración con que O´Toole interpreta algunos rasgos del personaje.

Si “Lawrence of Arabia” empieza con una de las elipsis que más me gustan, por otra parte también concluye con una de mis metáforas favoritas, a la que se llega después de 217 esplendorosos, aunque con altibajos, minutos.

11 de octubre de 2011

Redención

Vaya por delante que lo que menos me gusta (y casi lo único) de “No habrá paz para los malvados” (2011) es su título, pienso que le da un aire como de cómic de superhéroes a una película muy rigurosa en forma y contenido, a un thriller realmente magnífico que consolida al bilbaíno Enrique Urbizu como uno de los mejores cultivadores del género policíaco no sólo en España sino también en Europa.

La fuerza de la película recae, antes que en la trama que mezcla terrorismo yihadista y narcotráfico, en el personaje principal del policía Santos Trinidad que encarna José Coronado: un comisario desarraigado, asocial, alcohólico, racista, de una dureza e inteligencia profesional extraordinarias, un asesino implacable nada más comenzar el film, con un turbio pasado sobre el que se proyectan abundantes sugerencias, como sobre el del legendario Ethan Edwards de John Wayne en “Centauros del desierto”, personaje con el que comparte el desarraigo y el racismo. 

El estilo de la película se aproxima felizmente a la invisibilidad, es decir, a esa puesta en escena que no se nota, que no alardea de brillantez ni virtuosismo, en el que los encuadres, la iluminación y los movimientos de cámara tienen por única finalidad otorgar la máxima claridad posible a la historia y a lo que se cuente o sugiera sobre sus protagonistas.

Palabras como concisión, sequedad, funcionalidad (“un plano es bueno porque es correcto”, que diría Roberto Rossellini) se ajustan como un guante a la labor de Urbizu.

Pero es que además, Urbizu y su guionista Michel Gaztambide (colaborador desde “La caja 507” en 2001, y muy probablemente clave en su notable evolución) tienen el buen gusto de entregarse al viejo arte de la sugerencia, sin explicar o llegar al fondo de algunos aspectos, permitiendo a cada espectador que especule libremente con sus propias conclusiones.

Pero no nos olvidemos que un buen thriller no puede limitarse a ser un notable retrato de personajes, la propia esencia del género y el propio significado de la palabra inglesa (de to thrill: emocionar, estremecer) demandan una trama y un ritmo que mantengan al espectador en vilo hasta la conclusión. Y “No habrá…” lo logra eficazmente.


Hay una escena que en su aparente irrelevancia es una formidable prueba del experimentado talento de este director, quien mediante una puesta en escena muy sencilla apunta rasgos de los personajes sin explicitarlos. La jueza que investiga los asesinatos que abren el film y un alto cargo de la policía se citan en un restaurante a petición de la primera para profundizar en aspectos del caso que atañen a una defectuosa actuación policial. Se sientan frente a frente. Un simple plano-contraplano. Ella aparece a la derecha dentro del encuadre, en el hueco de la izquierda una blanquísima luz inunda el espacio; por el contrario él se sitúa a la izquierda en el encuadre, quedando a su derecha el trasfondo de una pared oscura. Elegante y sencillísima forma de confrontar la transparente personalidad de la jueza con la opacidad que rodea al comportamiento del jefazo policial, con un poder de sugerencia que casi hace innecesarios los diálogos.

Estamos ante el inmejorable regreso de Urbizu después de 8 años, desde que en 2003 estrenara “La vida mancha”, que era una curiosa y notable adaptación del western “Raíces profundas” a un universo contemporáneo de camioneros y partidas de póker clandestinas.

Mención aparte merece la interpretación de un José Coronado que está soberbio, componiendo con contención y depuración dignas del Alain Delon de “El silencio de un hombre” un personaje sobre el que muchos actores más prestigiosos y/o brillantes hubieran cargado ampliamente las tintas, exagerándolo y haciéndolo más exuberante en detrimento de la verosimilitud.
Este reciclaje del “guaperas” Coronado en sórdido policía corrobora el fino olfato de Urbizu en la selección de actores, no en vano anteriormente había logrado metamorfosear al Resines de la comedia madrileña de los Trueba, Colomo, García Sánchez,..., en un policía precursor del Santos Trinidad de “No habrá...” en “Todo por la pasta” (1990). En la película que nos ocupa, esta selección de actores me parece también particularmente atinada y casi se diría que a contracorriente en el caso de la actriz que interpreta a la íntegra jueza Chacón, Helena Miquel, cantante del grupo Facto Delafé y las Flores Azules con una única película previa en su haber.

Volviendo al inmejorable trabajo de Coronado, y a los prejuicios que ha debido sufrir este actor, me ha venido a la mente aquello que escribió el gran Manolo Marinero allá por 1980 en su libro “Humphrey Bogart”: “Hay algunos entendidos que siempre admirarán más a una actriz fea y a un actor calvo, sin atractivo, o bajo de estatura, que a una actriz de banderola, o a un actor macizo y atractivo”.

“No habrá…” es una atípica historia de redención y una de las mejores películas españolas de la temporada.