17 de octubre de 2012

Asuntos de familia

“Odio entre hermanos” (“House of Strangers”, 1949) se encuentra un tanto sepultada entre las obras maestras de Joseph L. Mankiewicz de su brillantísima etapa como guionista y director en la 20th Century Fox (1946-1952), ese trío que conforman “El fantasma y la Sra. Muir” (1947), la mítica y oscarizada “Eva al desnudo” (1950) y “Murmullos en la ciudad” (1951); olvidada también incluso entre las que sin ser magistrales gozan por razones diversas de mejor consideración, como “Carta a tres esposas” (1949) y “Operación Cicerón” (1952).

Una de las razones puede ser que, contrariamente a lo habitual, Mankiewicz no firmara el guión, o tal vez que este melodrama es tangencial estilísticamente con el cine negro, género con el que nadie asociaría al director, reputado, para bien y para mal, como cineasta intelectual de enjundiosos diálogos.


Pero aunque inferior a las tres obras maestras antes citadas y a pesar de sus evidentes defectos, “Odio entre hermanos” es una película a revalorizar con urgencia por su rara intensidad dramática, su negrísima visión de la institución familiar, y una historia de deseo y amor (por este orden) compleja y estimulante.

Guión acreditado a Philip Yordan pero remozado por Mankiewicz, la historia, una versión contemporánea e italoamericana de la bíblica de José y sus hermanos, se estructura alrededor de un largo flashback que comienza después de un hermoso y evocador travelling mientras el presente y el pasado quedan enlazados por un aria de ópera italiana.
Mencionaba unas líneas más arriba la historia de José y sus hermanos, que noveló extensamente Thomas Mann. Aquí José sería Max Monetti, el hermano interpretado por Richard Conte, elegante abogado de éxito, que despierta las envidias de sus tres hermanos por la predilección que le muestra sin disimulo su padre banquero (Edward G. Robinson como Jacob/Gino Monetti). Los hermanos que vendían a José en el episodio bíblico se asemejan en el tramo final de la película, en un máximo exponente de actualización, a matones de las escuadras negras de Mussolini (no en vano, vemos un busto de éste en el despacho del cabecilla, Joe, muy bien interpretado por Luther Adler).
 
Quizás lo que más me gusta del film es la historia sentimental entre Richard Conte y Susan Hayward. Hay mucha química entre ambos y, muy moderno para la época del yugo del Código Hays, la pareja llega al amor por el sexo. La temperamental Hayward es independiente y resuelta como una mujer hawksiana, y no duda en invitar a su casa al recién conocido que se ha sentido atraído por ella.
A sus escenas, también, se les brinda los mejores diálogos, esos legendarios diálogos de Mankiewicz plenos de sofisticación y dobles sentidos.

La fuerza, la intensidad del film, no ocultan sin embargo sus defectos. Hay secuencias en el mismo precipicio del ridículo (el soliloquio de Conte frente al retrato de su padre, por ejemplo, o esa en que la Hayward visita a Edward G. Robinson para pedirle que no avive la sed de vendetta del hijo encarcelado), pero no olvidemos que la película tiene mucho de melodrama operístico, impulsado por la desaforada actuación de Robinson. Y en ocasiones falla el ensamblaje entre las dos historias paralelas que conforman el film, la familiar y la de los dos amantes.
 
El final, espléndido, es una elección moral y una liberación, las del protagonista: Richard Conte baja las escaleras de la mansión familiar, sombría como la de los Amberson de Orson Welles, y símbolo definitivo de un ambiente opresivo y contaminado. La cámara lo ve descender de espaldas hacia la salida, para reencontrarlo fuera, donde le espera Susan Hayward, el amor de su vida. Él respira hondo el aire puro de la calle, está dolorido por la paliza, pero aliviado al fin de la carga de la venganza que deseaba su padre y a la que ha renunciado. Se desliza por las escaleras exteriores, casi dejándose arrastrar como por una corriente hasta el coche de Hayward, que en un Nueva York desierto arrancará sin demora en busca de nuevos horizontes.

Aquí resulta muy expresiva la gestualidad corporal, escuela teatro neoyorkino, del olvidado y sin embargo magnífico Richard Conte.