20 de abril de 2011

Un activista de Greenpeace en la Miami de 1900

La Miami de la película es apenas un pueblo en expansión, y en la época en que transcurre no existía Greenpeace (fundada en 1971), pero el protagonista de “Muerte en los pantanos” (“Wind Across the Everglades”, 1958) desarrolla sus actividades en una precursora, la Audubon Society, que desde principios del siglo XX ejerció su actividad protectora sobre todo en el campo de la ornitología, y es posible que de haberse filmado hoy en día esta historia, el naturalista Walt Murdock que encarna Christopher Plummer militara en Greenpeace.

Esta obra maestra la dirigió (casi completa) Nicholas Ray, quizás el único verdadero romántico maldito del cine americano, y una obra insólita, extraña, casi cine alternativo, en el contexto del Hollywood de 1958, un film sobriamente lírico en su canto a la naturaleza, y rabiosamente ecologista antes de que se hiciera oficialmente cine ecologista.
Escribo que casi la dirigió completa Nicholas Ray porque el film fue resultado de un empeño personal del productor y guionista Budd Schulberg (en cierto modo co-autor del film), que confinó en el hotel a un Ray alcoholizado durante los últimos días de rodaje.

No le sobra ni le falta un minuto de metraje, la película avanza con la perfecta fluidez de esas canoas conducidas por los personajes a través de las marismas de Florida. Y es un milagro de síntesis y equilibrio narrativos de 90 minutos, más aún teniendo en cuenta unas circunstancias de rodaje muy problemáticas.

Lo más impresionante sea quizás el retrato de los dos antagonistas que dan cuerpo al film. Por un lado, el valiente joven naturalista que lucha sin tregua por la protección de las aves, pero que muestra pulsiones alcohólicas y un carácter un tanto autodestructivo. Y por otro, el viejo cazador furtivo de barba roja insensible a las bellezas de la naturaleza, inteligente, carismático,  tan cruel como protector, y jovial (“no hay nada como los pequeños placeres de la vida”, repite). El primero lo interpreta un extraordinario Christopher Plummer de 28 años, y el segundo el descomunal Burl Ives en su año de gracia de 1958 (a continuación sería Big Daddy en “La gata sobre el tejado de zinc” y Rufus Hannassey en “Horizontes de grandeza”).
Ambos personajes se revelarán casi intercambiables en el plano moral a pesar de militar en causas enfrentadas, comparten un temperamento duro y tenaz en su lucha con la naturaleza hostil de los pantanos y terminarán por admirarse mutuamente al final de una de las más feroces borracheras del cine.

La película abunda en momentos memorables y originalísimos. Hay un duelo etílico a base de garrafas de aguardiente entre Christopher Plummer y Burl Ives, que se diría inspiró a Spielberg aquel de Richard Dreyfuss y Robert Shaw en “Tiburón”; hay un fragmento de final estremecedor del que es protagonista un manco indio semínola desterrado por su tribu; hay un picnic playero en el Día de la Independencia que concluye con una escena amorosa bajo un kiosco de música.

Y en el campo de las transgresiones, queda esa descripción de una buena sociedad que no duda en comprar ilegalmente las plumas de las aves protegidas para los sombreros de sus mujeres, y el papel del burdel como espacio social de referencia (fantástico trabajo de Richard Sylbert, el director artístico de, entre otras, “Chinatown”), es impagable la imagen de esa madame que juega al ajedrez con uno de los parroquianos del prostíbulo.

Y es, en otro orden, una estupenda clase de Ciencias Naturales donde aprendemos sobre la mordedura mortal de la serpiente Cottonmouth o los efectos de entrar en contacto con el tóxico árbol Manchineel.

Muy poco vista todavía, “Muerte en los pantanos” es una película que no dejará de entusiasmar, al margen de cinefilias, a cualquier amante de la naturaleza.

1 de abril de 2011

La intimidad según Billy Wilder

En una secuencia antológica de humor, Sherlock Holmes (un Robert Stephens con un aire a Oscar Wilde) acaba de fingirse homosexual y pareja del Dr. Watson para esquivar las pretensiones matrimoniales de una muy loca diva del ballet ruso que previamente había desestimado las ilustres candidaturas de Tolstoi por demasiado viejo, de Nietzsche por demasiado alemán, y de Tchaikovski, nos explica un fabuloso Clive Revill, porque “women…are not his glass of tea”, es decir, por homosexual. Esto acontece en el camerino de la diva y mientras Watson (Colin Blakely) disfruta de la animada compañía de varias jóvenes bailarinas en el escenario del teatro. Todo se propala en un ballet ruso, y mientras Holmes regresa a casa, un hasta entonces exultante Watson contempla como ambiguos bailarines toman el relevo de las voluptuosas chicas que, agarrándolo por los brazos, cancaneaban junto a él. Puesto al corriente de las “revelaciones” de Holmes, un furioso Watson corre hacia el 221B de Baker Street, donde encuentra a un Holmes impecablemente flemático, para a continuación sostener ambos una divertida discusión que concluirá con uno de mis diálogos favoritos del cine, y que reproduzco literalmente a continuación:

Watson: Holmes, let me ask you a question. I hope I´m not being presumptuous, but
              there have been women in your life?
Holmes: The answer is yes...(Watson sonríe aliviado)...you´re being presumptuous.
              Good night Watson.

W: Holmes, déjeme hacerle una pregunta. Espero no estar siendo presuntuoso, pero ¿ha habido mujeres en su vida?
H: La respuesta es sí…(Watson sonríe aliviado)…usted está siendo presuntuoso. Buenas noches Watson

Réplica valiente y extraordinaria, mayormente a la luz de cómo hoy en día se expone sin tapujos la intimidad propia y ajena en tantos medios.

Las líneas anteriores pertenecen a “La vida privada de Sherlock Holmes” (“The Private Life of Sherlock Holmes”, 1970), junto con “El apartamento” (1960) la película de Billy Wilder que más me gusta, una obra de madurez (Wilder contaba 63 años) que gana a cada revisión.

La gran broma de Wilder es que su Holmes se nos van revelando más bien nada homosexual, y que la fachada del misógino da paso a la realidad de un romántico finalmente engañado.

El irreverente tratamiento del personaje de Arthur Conan Doyle se transforma en un muy personal homenaje en función de la ética personal de Wilder y su guionista I.A.L. Diamond, regalando ambos a su personaje un plano de una extraordinaria delicadeza, casi pictórica, aquel en que el detective, recién enterado de que la mujer de la que se ha enamorado es en realidad una espía que lo ha utilizado, arropa la hermosa espalda desnuda de su amante con la ayuda de una sombrilla, un objeto que hasta ese momento ha simbolizado el engaño de la mujer y al que Wilder terminará otorgando un sentido muy distinto en un muy imaginativo giro.

En la película destaca el tema esencial que recorre gran parte de la obra de Billy Wilder: el de la contradicción entre las apariencias y la realidad, esta vez en el marco de una obra maestra que comienza en comedia bufa para concluir casi en tragedia romántica.