28 de diciembre de 2011

El Terror de Michael Corleone

Los enemigos oficiales de Michael Corleone en “El Padrino, 2ª Parte” (“The Godfather: Part 2, 1974) son el viejo capo judío Hyman Roth (Lee Strasberg), el en otro tiempo leal Frank Pentangeli (Michael V. Gazzo) y su propio hermano Fredo (John Cazale), pero el más encarnizado es el propio Michael, de forma que esta segunda entrega de la trilogía de Francis Ford Coppola es la crónica de su autodestrucción, de su paulatina y desabrida conversión en un puro criminal sediento de venganza. Al Pacino nos da la temperatura exacta de esa evolución que ya había empezado a fraguarse en el primer “El Padrino”, mediante una actuación insuperable y amarga, de las mejores de los últimos 40 años.

Pero voy a escribir de la muerte de Pentangeli, al que da vida maravillosamente el extrovertido Michael V. Gazzo, por lo que tiene de significativa y original respecto al retrato de la evolución psicológica de Michael Corleone.


En una estupenda escena de amanecer carcelario con el consigliere Tom Hagen (Robert Duvall), a Pentangeli se le concede el honor de morir como un patricio romano, abriéndose las venas, como Séneca o Petronio, coherentemente con la afición del personaje por la Historia y, en una escena posterior, nos lo dan muerto visualmente mediante un plano (arriba, a la izqda.) con claros ecos del asesinato del jacobino Jean-Paul Marat que retrató Jacques-Louis David en un lienzo famoso de 1793 que se encuentra en Bruselas (arriba, a la dcha.).

La significación de la imagen de esa muerte (ignoro si idea de Coppola, del genial operador Gordon Willis o quizás del mismo Mario Puzo) va más allá de un elegante y culto plano con el objeto de filmar una muerte, incluso de una magnífica idea visual que define un rasgo del personaje, su significación, decía, llega a toda la película, de forma que Michael queda vinculado a través de la figura de Marat, lugarteniente de Robespierre, a aquel sangriento periodo de la Historia francesa de la época revolucionaria que es conocido como el Terror.
Terror sin más, eso termina siendo Michael Corleone al final de “El Padrino, 2ª parte”.

23 de noviembre de 2011

Tema del traidor y del héroe

El estupendo cuento de Borges del que tomo el título relataba la historia de un héroe de la lucha irlandesa por la independencia del que se descubría que en realidad era un traidor, pero al que sus correligionarios hacían morir como héroe para que la moral de la causa no se resintiera, escenificando su muerte con detalles tomados del “Julio César” de Shakespeare.
A la inversa del cuento de Borges, en la extraordinaria película del genial Roberto Rossellini que es “El general della Rovere” (“Il generale della Rovere”, 1959), el traidor inicial termina como héroe.

Es la historia de un estafador de medio pelo llamado Bardone (Vittorio De Sica), que en la Génova de finales de la Segunda Guerra Mundial subsiste ofreciéndose a la gente para interceder ante los alemanes por sus familiares encarcelados o deportados, incluso en casos en que sabe que no hay posible solución. A cambio, por supuesto, de importantes sumas de dinero que se reparte con un oficial alemán. Es alguien que juega con el dolor y los sentimientos de la gente. Le pierde el juego, en el que dilapida las cantidades que le entregan sus estafados, incluyendo el porcentaje de su socio alemán, fomentando una espiral en la que necesita más y más dinero y por lo tanto nuevas víctimas. Descubiertas sus actividades por el alto mando alemán, el coronel Mueller (Hannes Messemer) le ofrece quedar en libertad a cambio de hacerse pasar por un líder de la Resistencia, el general della Rovere, ya muerto por los alemanes. La idea es que bajo esa identidad ingrese en la prisión milanesa de San Vittore con el objeto de contactar con otro de los líderes importantes de la Resistencia, supuestamente encarcelado, y al que los alemanes necesitan identificar.
Estructurada la película en dos partes, la primera se extiende sobre las actividades delictivas del personaje con apuntes de su vida cotidiana, mientras que la segunda se desarrolla íntegramente en la prisión milanesa de San Vittore, escenario de la evolución moral del personaje.

Bardone es al principio un desaprensivo, un estafador, un irresponsable, pero conserva pese a todo algo de sensibilidad y es simpático, encantador, un seductor típicamente italiano, aunque hombre maduro es apuesto y dos guapas jóvenes (encarnadas por las exuberantes Giovanna Ralli y Sandra Milo) beben los vientos por él.
Y este personaje no podía ser interpretado sino por el gran Vittorio De Sica (9 películas como actor estrenadas en 1959): un papel perfecto para el actor-director, de hecho la personalidad del actor absorbe plenamente a su personaje en la primera parte, de forma que la picaresca del personaje Bardone se confunde con la del personaje De Sica. Su actuación es riquísima de matices, dando con sutileza
el tempo apropiado de la evolución de Bardone, que percibimos plenamente verosímil.  

En cuanto al tema esencial de la película, la toma de conciencia, quizás el momento en el que, después de haber recibido una brutal paliza, a Bardone le leen la carta de la mujer del individuo cuya personalidad está suplantando y le muestran una foto familiar, aparte de ser muy emocionante, quizás ese momento digo, marque el definitivo punto sin retorno en su evolución hacia la solidaridad. La película, y sobre todo esta escena, sugiere la idea de que tal vez sólo el sufrimiento en nuestras propias carnes nos puede llevar a la definitiva comprensión del ajeno. Y es probablemente también buena prueba de ello las frases que le dirige Bardone-Della Rovere al coronel Mueller antes de subir hacia el pelotón de fusilamiento: “¿Qué sabrá usted?, ¿Acaso ha pasado alguna vez una noche como esta?”.

Si bien Rossellini filmó en escenarios reales sus obras maestras neorrealistas de la inmediata posguerra, aquí los espléndidos decorados de Piero Zuffi nos sitúan apropiadamente en el caos y la incertidumbre de la última fase de la guerra. Y la puesta en escena es igualmente límpida, sobria, concisa, sin un solo efecto ni ningún plano gratuito, sin brillantez formal o virtuosismos que puedan distraernos de la historia y sus implicaciones morales.

León de Oro en el Festival de Venecia de 1959 (junto con “La gran guerra” de Mario Monicelli), creo necesario reivindicar esta gran película que el propio Rossellini trató con dureza (“He hecho sólo dos películas puramente alimenticias porque tenía necesidad de dinero para seguir adelante: “El general della Rovere” y “Anima nera”. Me lo reprocho severamente”), y es que en ocasiones no conviene hacer demasiado caso a los cineastas en la valoración de sus propias obras, recuerdo como Fritz Lang decía haberse dormido revisionando en televisión, al cabo de muchos años, su excelente “El ministerio del miedo”.

“El general della Rovere” es una de las mejores películas, junto con “Moonfleet” de Lang, sobre el nacimiento y desarrollo de una toma de conciencia moral en un personaje cuya vida había destacado hasta ese momento por ser ajena a cualquier comportamiento ético.

Como decía aquel personaje de “Antes de la revolución” de Bertolucci: “No se puede vivir sin Rossellini”.


26 de octubre de 2011

Elipsis



Estos fotogramas correspondientes a “Lawrence of Arabia” (1962) de David Lean suponen una bellísima, quizá de las más bellas, elipsis del cine.
Para un gran narrador cinematográfico es indispensable manejar con soltura la elipsis, que en una definición sencilla viene a ser un salto en el espacio o en el tiempo, o en ambos al mismo tiempo, dentro de la narración. Por añadidura, una elipsis puede tener un carácter simbólico (como en la celebérrima de “2001, una odisea del espacio” de Kubrick en la que el hueso se transforma en un satélite: el relato ha avanzado millones de años y queda además expresado el salto en el progreso humano), o plástico, como la que nos ocupa, que cumple su esencial función de hacer avanzar la acción en el espacio y en el tiempo sin fárragos innecesarios, y, al mismo tiempo, es acorde con el esplendor visual de la película.

A continuación la describo. En un plano vemos al Lawrence de Peter O´Toole, al que acaban de asignar una misión en el desierto, mirar fijamente y a continuación soplar sobre una cerilla, seguido por otro plano de una lenta salida del sol en el desierto, una preciosa manera de introducirnos de lleno y directamente en la aventura. La cerilla ya ha tenido su significación en una secuencia anterior, en la que Lawrence, de temperamento masoquista, ha apagado una cerilla con los dedos sin expresar el más mínimo dolor, respondiendo a una camarada: “Por supuesto, duele...el truco es que no te importe que duela”.

¿Y qué decir en unas pocas líneas de “Lawrence of Arabia”, de la que tanto se puede comentar?:
Que es un gran fresco épico y un retrato lo más exhaustivo posible sobre un individuo enigmático y de múltiples recovecos, una película “completa” en el sentido que Juan Ramón Jiménez quería para la poesía, es decir, perfecta e imperfecta. Perfecta en el logro de una épica cinematográfica que ya a pocos cineastas parece interesar, en el planteamiento de las múltiples facetas del personaje principal, en la deslumbrante imaginería de Frederick A. Young, en la descripción de los filisteos intereses de la alta política, y en algunos encuadres, elipsis y metáforas de una sutileza magistral. Imperfecta por algunos fragmentos innecesariamente largos de la segunda parte, en la tosca caracterización de los personajes árabes (sobre todo del que encarna con poca fortuna Anthony Quinn), en momentos donde Lean exhibe vicios estilísticos o una molesta tendencia al subrayado y a cargar las tintas, reforzados por la exageración con que O´Toole interpreta algunos rasgos del personaje.

Si “Lawrence of Arabia” empieza con una de las elipsis que más me gustan, por otra parte también concluye con una de mis metáforas favoritas, a la que se llega después de 217 esplendorosos, aunque con altibajos, minutos.

11 de octubre de 2011

Redención

Vaya por delante que lo que menos me gusta (y casi lo único) de “No habrá paz para los malvados” (2011) es su título, pienso que le da un aire como de cómic de superhéroes a una película muy rigurosa en forma y contenido, a un thriller realmente magnífico que consolida al bilbaíno Enrique Urbizu como uno de los mejores cultivadores del género policíaco no sólo en España sino también en Europa.

La fuerza de la película recae, antes que en la trama que mezcla terrorismo yihadista y narcotráfico, en el personaje principal del policía Santos Trinidad que encarna José Coronado: un comisario desarraigado, asocial, alcohólico, racista, de una dureza e inteligencia profesional extraordinarias, un asesino implacable nada más comenzar el film, con un turbio pasado sobre el que se proyectan abundantes sugerencias, como sobre el del legendario Ethan Edwards de John Wayne en “Centauros del desierto”, personaje con el que comparte el desarraigo y el racismo. 

El estilo de la película se aproxima felizmente a la invisibilidad, es decir, a esa puesta en escena que no se nota, que no alardea de brillantez ni virtuosismo, en el que los encuadres, la iluminación y los movimientos de cámara tienen por única finalidad otorgar la máxima claridad posible a la historia y a lo que se cuente o sugiera sobre sus protagonistas.

Palabras como concisión, sequedad, funcionalidad (“un plano es bueno porque es correcto”, que diría Roberto Rossellini) se ajustan como un guante a la labor de Urbizu.

Pero es que además, Urbizu y su guionista Michel Gaztambide (colaborador desde “La caja 507” en 2001, y muy probablemente clave en su notable evolución) tienen el buen gusto de entregarse al viejo arte de la sugerencia, sin explicar o llegar al fondo de algunos aspectos, permitiendo a cada espectador que especule libremente con sus propias conclusiones.

Pero no nos olvidemos que un buen thriller no puede limitarse a ser un notable retrato de personajes, la propia esencia del género y el propio significado de la palabra inglesa (de to thrill: emocionar, estremecer) demandan una trama y un ritmo que mantengan al espectador en vilo hasta la conclusión. Y “No habrá…” lo logra eficazmente.


Hay una escena que en su aparente irrelevancia es una formidable prueba del experimentado talento de este director, quien mediante una puesta en escena muy sencilla apunta rasgos de los personajes sin explicitarlos. La jueza que investiga los asesinatos que abren el film y un alto cargo de la policía se citan en un restaurante a petición de la primera para profundizar en aspectos del caso que atañen a una defectuosa actuación policial. Se sientan frente a frente. Un simple plano-contraplano. Ella aparece a la derecha dentro del encuadre, en el hueco de la izquierda una blanquísima luz inunda el espacio; por el contrario él se sitúa a la izquierda en el encuadre, quedando a su derecha el trasfondo de una pared oscura. Elegante y sencillísima forma de confrontar la transparente personalidad de la jueza con la opacidad que rodea al comportamiento del jefazo policial, con un poder de sugerencia que casi hace innecesarios los diálogos.

Estamos ante el inmejorable regreso de Urbizu después de 8 años, desde que en 2003 estrenara “La vida mancha”, que era una curiosa y notable adaptación del western “Raíces profundas” a un universo contemporáneo de camioneros y partidas de póker clandestinas.

Mención aparte merece la interpretación de un José Coronado que está soberbio, componiendo con contención y depuración dignas del Alain Delon de “El silencio de un hombre” un personaje sobre el que muchos actores más prestigiosos y/o brillantes hubieran cargado ampliamente las tintas, exagerándolo y haciéndolo más exuberante en detrimento de la verosimilitud.
Este reciclaje del “guaperas” Coronado en sórdido policía corrobora el fino olfato de Urbizu en la selección de actores, no en vano anteriormente había logrado metamorfosear al Resines de la comedia madrileña de los Trueba, Colomo, García Sánchez,..., en un policía precursor del Santos Trinidad de “No habrá...” en “Todo por la pasta” (1990). En la película que nos ocupa, esta selección de actores me parece también particularmente atinada y casi se diría que a contracorriente en el caso de la actriz que interpreta a la íntegra jueza Chacón, Helena Miquel, cantante del grupo Facto Delafé y las Flores Azules con una única película previa en su haber.

Volviendo al inmejorable trabajo de Coronado, y a los prejuicios que ha debido sufrir este actor, me ha venido a la mente aquello que escribió el gran Manolo Marinero allá por 1980 en su libro “Humphrey Bogart”: “Hay algunos entendidos que siempre admirarán más a una actriz fea y a un actor calvo, sin atractivo, o bajo de estatura, que a una actriz de banderola, o a un actor macizo y atractivo”.

“No habrá…” es una atípica historia de redención y una de las mejores películas españolas de la temporada.

31 de julio de 2011

La química de los opuestos

El primer encuentro en la pantalla de Katharine Hepburn y Spencer Tracy es una secuencia con una gran carga erótica: sus personajes son dos periodistas, él cronista deportivo y ella comentarista política, que trabajan en el mismo diario y están enfrentados desde sus respectivas columnas. Tracy acude al despacho del director, abre la puerta y la cámara desciende rápida desde su rostro hasta las larguísimas piernas alzadas de la Hepburn, que está ajustándose sus medias de nylon sentada sobre una mesa. Esa presentación es impresionante. Las miradas de ella que se suceden y, especialmente, esa manera en que deja entreabierta su boca (nunca antes había aparecido tan atractiva y femenina), y las devueltas por Tracy, expresan que el deseo y la atracción han sido fulminantes, inmediatos.

Dicho legendario momento está contenido en “La mujer del año” (“Woman of the Year”, 1942), dirigida por el californiano George Stevens sobre un oscarizado guión original de Ring Lardner Jr. y Michael Kanin, y primera de las nueve películas que Tracy y Hepburn protagonizaron juntos. Desde ese film inaugural hay ya una química avasalladora, una redonda compenetración entre la pareja. Este rodaje puso los cimientos de su compleja y mítica relación, que se consolidaría en la siguiente película, “Keeper of the flame” (1942) de George Cukor.

Es curioso como la ficción puede superponerse a la realidad, porque los desencuentros iniciales de sus dos personajes parecen una extensión de los de las propias dudas de Tracy y Hepburn en la vida real antes de conocerse. A tenor de lo que contó ella en su autobiografía, cuando le propusieron a Tracy como coprotagonista para “La mujer del año” comentó: “Me pregunto si trabajaremos bien juntos. Somos muy diferentes”; mientras que a su vez Tracy le dijo a Garson Kanin cuando este le aseguró que tenía un guión ideal para ambos: “¿De verdad crees que trabajaríamos bien juntos? Somos bastantes diferentes”. Aunque quizás no dijeran exactamente eso y se trate de apuntes destinados a reforzar la leyenda de la pareja (y muchos escritores y periodistas siguen, conociéndolo o no, el consejo del periodista que encarnaba Carleton Young en “El hombre que mató a Liberty Valance”: “Print the legend”).

Es difícil encontrar mejores ejemplos sobre la atracción de los opuestos que la asociación entre Tracy y Hepburn:
Ella era alta, delgada, feminista, inteligentísima, impulsiva, liberal y hostil al alcohol hasta el punto de tirar al río las provisiones de ginebra de Bogart y John Huston durante el rodaje de “La reina de África”. Él era corpulento, socarrón, pausado, reflexivo, alcohólico y casado. Frente a la actuación, ella prefería la preparación a conciencia y los ensayos, y mejoraba a cada toma; mientras que el método de él se basaba en la espontaneidad, la naturalidad y daba lo mejor de sí en la primera toma de una escena, desmotivándose en las sucesivas.

La anécdota sobre su primer encuentro es ya histórica. La cuenta magníficamente el guionista y director Garson Kanin en su libro de 1970 “Tracy & Hepburn. An Intimate Memoir” (si no me equivoco, aún no ha traducido al español): el productor de la película, Joseph Leo Mankiewicz, los presenta en el plató de “La mujer del año”; Hepburn contempla desde sus altos tacones a Tracy y, a pesar de ser más baja que él, le espeta con su mejor sonrisa:

Eres bastante bajo, ¿no?
No te preocupes, encanto, – atajó Mankiewicz antes de que Tracy replicara – Él te cortará a medida (“He´ll cut you down to size”).

Centrándonos en “La mujer del año”, se trata de una inteligente comedia de ritmo distendido, pausado, y por lo tanto atípica en plena época de las screwball comedies (comedias alocadas) de Hawks, McCarey, Lubitsch, Preston Sturges, Wesley Ruggles, Cukor y otros.
No obstante, su tema central es el de la batalla de los sexos, el del sinuoso camino jalonado de momentos cómicos que conduce al emparejamiento entre hombre y mujer, tema que es también el de casi todas las screwball.
Pero es sobre todo su tono sobrio, contenido, al que no es ajeno el estilo interpretativo de Spencer Tracy (en cierto modo, el anti-Cary Grant), el que desmarca de las screwball a esta comedia de Stevens.

Y también otro asunto que el film trata abiertamente y de una forma ambivalente: el de la mujer emancipada y trabajadora.
¿Es en este sentido una película conservadora, incluso reaccionaria, en su visión de la incorporación de la mujer al mercado laboral, al éxito profesional?, ¿o bien una obra que apoya dicha causa pero sin eludir la deshumanización a la que puede llevar una entrega absoluta al trabajo, una cuestión muy actual?. Está claro que cada espectador sacará sus propias conclusiones.

Sobre las comedias de Stevens de principios de los cuarenta pesa un cierto inmerecido olvido, menor en el caso de “La mujer del año” a causa de su condición de película lanzadera de su pareja protagonista. Realizadas a continuación de ésta, “The Talk of the Town” del 42 y “The More the Merrier” del 43 (estrenada aquí como “El amor llamó dos veces”), merecen una revalorización.

“La mujer del año” se cierra con una secuencia extraordinaria que no quisiera dejar de destacar, una secuencia casi enteramente muda que no figuraba en el guión y que añadió George Stevens, que había sido el cámara de numerosos cortos de Laurel y Hardy, como homenaje al cine cómico mudo. Es un tour de force de 13 minutos, en el que la Hepburn, enfundada en un abrigo de visón, intenta preparar el desayuno a Tracy mientras este duerme en su habitación. Es la primera vez en su vida que lo hace y comete un hilarante catálogo de torpezas: no sabe cómo levantar la tapa de la cocina de gas, ni cómo encender un fuego, pretende batir los huevos sobre una bandeja y con la ayuda de un colador, vierte una desorbitada cantidad de levadura a un bizcocho, no controla la tostadora…
Pocas veces la Hepburn estuvo tan divertida y natural.

17 de junio de 2011

Ava, la juerguista

He releído con la pasión de la primera vez “Beberse la vida. Ava Gardner en España”, del crítico teatral de El País Marcos Ordóñez. Una extraordinaria crónica de los muchos años que “el animal más bello del mundo” vivió y disfrutó en España, y en concreto en Madrid. El libro no es una biografía aunque por supuesto se completa con el antes y el después de Ava en España (entre 1953 y 1968), sino una crónica donde sabiamente el autor cede la palabra a aquellos que conocieron a la estrella, ensamblando los testimonios de unos y otros de forma que nos dan el perfil de la retratada y hacen avanzar la acción.

Crónica de miles y miles de farras, de Chicote a Villa Rosa, de Oliver a tablaos míticos como El Duende, de la Cervecería Alemana de la Plaza de Santa Ana (cuartel general del clan Dominguín) al club de jazz que montó Nicholas Ray en María de Molina (llamado Nickas), en un Madrid nocturno y crápula, el de los años 50 y 60, en el que se mezclaban aristócratas, actores, toreros y artistas del flamenco, que llevaban una vida libérrima de espaldas a la dictadura.

Hay fragmentos en el libro que son verdaderas piezas maestras como el del visón blanco, narrado alternando los testimonios de Enrique Herreros y Perico Vidal.
Un episodio con fama de leyenda apócrifa que el libro confirma como real. Sinatra tocaba el piano en el bar del hotel Felipe II de El Escorial y llamó a Ava, que estaba en Madrid y comenzó a susurrarle canciones de amor por teléfono. La Gardner se personaba en el hotel al cabo de una hora, completamente desnuda bajo un abrigo de visón blanco, mientras que Sinatra seguía cantando al auricular pensando que aquella seguía al otro lado. Ava lo abrazó por detrás, le colgó el teléfono y, sin que mediara palabra entre ambos, se marcharon a la habitación.

El profuso anecdotario no tiene desperdicio. Como botón de muestra, ese terrible y al mismo tiempo divertido episodio que cuenta Carlos Larrañaga a propósito de una fiesta en el dúplex que ocupaba Ava en el 11 de la calle Doctor Arce, y en el que su vecino de abajo era nada menos que el general Perón en el exilio. Las relaciones vecinales entre Ava y Perón eran pésimas, y en una alta madrugada Larrañaga abrió la puerta de la casa para encontrarse de sopetón al general rodeado de dos escoltas y apuntándole a la cabeza con una pistola, mientras se quejaba: “No puedo aguantar más esto…”.

A lo largo del libro se suceden los maridos y amantes de Ava: Dominguín, Howard Duff, el guionista Philip Yordan, Walter Chiari, el violento George C. Scott, Carlos Larrañaga, Artie Shaw, Mickey Rooney, y, sobre todos, Frank Sinatra. Y frecuentes one-night stands.

Y, siempre presente, el alcohol, que casi se diría el verdadero motor de la vida de Ava: “Para ser claros, menos el alcohol de quemar, se lo bebía todo” (Agustí Bofarull), “Era indescriptible lo que podía llegar a beber” (Teddy Villalba), “Se cogía unas borracheras cósmicas” (Perico Vidal),…
Unanimidad al respecto sólo comparable a la de los testimonios sobre su aguante nocturno y su extraordinaria capacidad de recuperación.

El libro casi tiene un coprotagonista que planea por todo él, Sinatra, cuya historia de amor con Ava se hace eco del “ni contigo ni sin ti” del bolero, y a la que sólo iguala en exuberancia y turbulencias la de Richard Burton y Elizabeth Taylor.

Quien quiera conocer el mito Ava en unas pocas películas cedo la palabra al director Jaime Chavarri: “Hay cinco películas que convierten a Ava Gardner en un icono. Cada uno tiene las suyas, pero yo creo que las fundamentales son “Forajidos”, “Pandora y el holandés errante”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “Mogambo” y “La condesa descalza” ”.

A mí particularmente, la Ava que más me gusta, por su actuación y sus personajes, es la de “Mogambo” (1953) de John Ford y “Cruce de destinos” (1956) de George Cukor.

“Beberse la vida” es un amenísimo y riguroso trabajo de investigación periodística, y un libro con el que disfrutarán enormemente los madrileños noctámbulos incluso aunque no les guste el cine.

18 de mayo de 2011

El banjo y las anfetaminas

“Winter´s Bone” (2010) era la película más marginal, más anómala, entre las 10 nominadas a mejor película en los Oscars de este año 2011, esa necesaria infiltrada que comienza a ser una tradición entre los premios de la Academia. Con claro look “indie”, pero con el espaldarazo del prestigio del Festival de Sundance, en cierto modo una industria alternativa a Hollywood, porque el verdadero cine independiente americano es el que se hace hoy en día al margen del binomio Hollywood-Sundance.  

Me ha parecido francamente notable y arriesgada esta segunda película de la directora y guionista Debra Granik (nacida en 1963 en Cambridge, Massachussets), por desgracia su primera película (“Down to the bone” de 2004, con la chica de “Up in the Air” Vera Farmiga) permanece inédita en nuestro país en cualquier canal de distribución.

“Winter´s bone” es básicamente la historia del descenso a los infiernos de una adolescente (Ree, interpretada con credibilidad por Jennifer Lawrence) a la que las dramáticas circunstancias familiares han llevado a madurar prematuramente. La peripecia descrita en la película la llevará a una inmersión aún más dolorosa en su realidad y la de su familia.

La trama no es enrevesada: el padre de la chica (un traficante y experimentador con drogas) ha salido de prisión aportando como fianza la casa y el bosque en los que ella vive y cuida de su madre catatónica y sus hermanos pequeños, y si no él no se presenta a la policía en una fecha determinada, perderán ambos. Por lo que se embarca en la búsqueda del padre preguntando por aquí y allá a quienes lo trataron, topándose con un muro de silencio y recelos. Y una fatal revelación final.

La ambientación del film es uno de sus puntos fuertes. Granik escogió localizaciones en los lugares de la acción, entre los más inhóspitos de la región montañosa y abundante en bosques de los Ozarks, comarca central de Estados Unidos que se extiende entre los estados de Missouri, Arkansas, Oklahoma y Kansas.

Con una clara vocación documentalista, neorrealista, Granik retrata un universo empobrecido, sucio, lo más arrinconado de la más profunda América, con ecos del escritor Erskine Caldwell y su “La ruta del tabaco” (que filmó John Ford en 1941), pero, al mismo tiempo, es un mundo atravesado por la modernidad que supone la droga como forma de vida de unos personajes por los que la Historia no parece haber pasado. Podríamos resumirlo como una curiosa combinación del banjo (el instrumento fetiche de la música folk norteamericana) y las anfetaminas fabricadas en ese laboratorio de drogas que ha estallado por los aires o en esos que intuimos ocultos en casas o cobertizos. Y gran mérito de Granik es que ese contraste no resulte chocante sino perfectamente natural.

Algunos de los asilvestrados y sórdidos personajes que encontrará Ree en el periplo en busca de su padre, especialmente esos yonquis entre los que se incluye su cómplice tío apodado “Teardrop” (“Lágrima”, encarnado con excelente ambigüedad por John Hawkes) recuerdan por momentos a aquellos desalmados de “Deliverance” de John Boorman que habitaban en unos parajes similares de Kentucky.

La distancia estilística que media entre la ganadora del Oscar 2011 a la mejor película “El discurso del rey” (edificante, convencional, amena) y “Winter´s bone” (cruda, hiperrealista, desencantada) es abismal, pero la lucha del rey Jorge VI contra su tartamudez y la de la joven Ree por el hogar de su familia apuestan idénticamente por la dignidad.

20 de abril de 2011

Un activista de Greenpeace en la Miami de 1900

La Miami de la película es apenas un pueblo en expansión, y en la época en que transcurre no existía Greenpeace (fundada en 1971), pero el protagonista de “Muerte en los pantanos” (“Wind Across the Everglades”, 1958) desarrolla sus actividades en una precursora, la Audubon Society, que desde principios del siglo XX ejerció su actividad protectora sobre todo en el campo de la ornitología, y es posible que de haberse filmado hoy en día esta historia, el naturalista Walt Murdock que encarna Christopher Plummer militara en Greenpeace.

Esta obra maestra la dirigió (casi completa) Nicholas Ray, quizás el único verdadero romántico maldito del cine americano, y una obra insólita, extraña, casi cine alternativo, en el contexto del Hollywood de 1958, un film sobriamente lírico en su canto a la naturaleza, y rabiosamente ecologista antes de que se hiciera oficialmente cine ecologista.
Escribo que casi la dirigió completa Nicholas Ray porque el film fue resultado de un empeño personal del productor y guionista Budd Schulberg (en cierto modo co-autor del film), que confinó en el hotel a un Ray alcoholizado durante los últimos días de rodaje.

No le sobra ni le falta un minuto de metraje, la película avanza con la perfecta fluidez de esas canoas conducidas por los personajes a través de las marismas de Florida. Y es un milagro de síntesis y equilibrio narrativos de 90 minutos, más aún teniendo en cuenta unas circunstancias de rodaje muy problemáticas.

Lo más impresionante sea quizás el retrato de los dos antagonistas que dan cuerpo al film. Por un lado, el valiente joven naturalista que lucha sin tregua por la protección de las aves, pero que muestra pulsiones alcohólicas y un carácter un tanto autodestructivo. Y por otro, el viejo cazador furtivo de barba roja insensible a las bellezas de la naturaleza, inteligente, carismático,  tan cruel como protector, y jovial (“no hay nada como los pequeños placeres de la vida”, repite). El primero lo interpreta un extraordinario Christopher Plummer de 28 años, y el segundo el descomunal Burl Ives en su año de gracia de 1958 (a continuación sería Big Daddy en “La gata sobre el tejado de zinc” y Rufus Hannassey en “Horizontes de grandeza”).
Ambos personajes se revelarán casi intercambiables en el plano moral a pesar de militar en causas enfrentadas, comparten un temperamento duro y tenaz en su lucha con la naturaleza hostil de los pantanos y terminarán por admirarse mutuamente al final de una de las más feroces borracheras del cine.

La película abunda en momentos memorables y originalísimos. Hay un duelo etílico a base de garrafas de aguardiente entre Christopher Plummer y Burl Ives, que se diría inspiró a Spielberg aquel de Richard Dreyfuss y Robert Shaw en “Tiburón”; hay un fragmento de final estremecedor del que es protagonista un manco indio semínola desterrado por su tribu; hay un picnic playero en el Día de la Independencia que concluye con una escena amorosa bajo un kiosco de música.

Y en el campo de las transgresiones, queda esa descripción de una buena sociedad que no duda en comprar ilegalmente las plumas de las aves protegidas para los sombreros de sus mujeres, y el papel del burdel como espacio social de referencia (fantástico trabajo de Richard Sylbert, el director artístico de, entre otras, “Chinatown”), es impagable la imagen de esa madame que juega al ajedrez con uno de los parroquianos del prostíbulo.

Y es, en otro orden, una estupenda clase de Ciencias Naturales donde aprendemos sobre la mordedura mortal de la serpiente Cottonmouth o los efectos de entrar en contacto con el tóxico árbol Manchineel.

Muy poco vista todavía, “Muerte en los pantanos” es una película que no dejará de entusiasmar, al margen de cinefilias, a cualquier amante de la naturaleza.

1 de abril de 2011

La intimidad según Billy Wilder

En una secuencia antológica de humor, Sherlock Holmes (un Robert Stephens con un aire a Oscar Wilde) acaba de fingirse homosexual y pareja del Dr. Watson para esquivar las pretensiones matrimoniales de una muy loca diva del ballet ruso que previamente había desestimado las ilustres candidaturas de Tolstoi por demasiado viejo, de Nietzsche por demasiado alemán, y de Tchaikovski, nos explica un fabuloso Clive Revill, porque “women…are not his glass of tea”, es decir, por homosexual. Esto acontece en el camerino de la diva y mientras Watson (Colin Blakely) disfruta de la animada compañía de varias jóvenes bailarinas en el escenario del teatro. Todo se propala en un ballet ruso, y mientras Holmes regresa a casa, un hasta entonces exultante Watson contempla como ambiguos bailarines toman el relevo de las voluptuosas chicas que, agarrándolo por los brazos, cancaneaban junto a él. Puesto al corriente de las “revelaciones” de Holmes, un furioso Watson corre hacia el 221B de Baker Street, donde encuentra a un Holmes impecablemente flemático, para a continuación sostener ambos una divertida discusión que concluirá con uno de mis diálogos favoritos del cine, y que reproduzco literalmente a continuación:

Watson: Holmes, let me ask you a question. I hope I´m not being presumptuous, but
              there have been women in your life?
Holmes: The answer is yes...(Watson sonríe aliviado)...you´re being presumptuous.
              Good night Watson.

W: Holmes, déjeme hacerle una pregunta. Espero no estar siendo presuntuoso, pero ¿ha habido mujeres en su vida?
H: La respuesta es sí…(Watson sonríe aliviado)…usted está siendo presuntuoso. Buenas noches Watson

Réplica valiente y extraordinaria, mayormente a la luz de cómo hoy en día se expone sin tapujos la intimidad propia y ajena en tantos medios.

Las líneas anteriores pertenecen a “La vida privada de Sherlock Holmes” (“The Private Life of Sherlock Holmes”, 1970), junto con “El apartamento” (1960) la película de Billy Wilder que más me gusta, una obra de madurez (Wilder contaba 63 años) que gana a cada revisión.

La gran broma de Wilder es que su Holmes se nos van revelando más bien nada homosexual, y que la fachada del misógino da paso a la realidad de un romántico finalmente engañado.

El irreverente tratamiento del personaje de Arthur Conan Doyle se transforma en un muy personal homenaje en función de la ética personal de Wilder y su guionista I.A.L. Diamond, regalando ambos a su personaje un plano de una extraordinaria delicadeza, casi pictórica, aquel en que el detective, recién enterado de que la mujer de la que se ha enamorado es en realidad una espía que lo ha utilizado, arropa la hermosa espalda desnuda de su amante con la ayuda de una sombrilla, un objeto que hasta ese momento ha simbolizado el engaño de la mujer y al que Wilder terminará otorgando un sentido muy distinto en un muy imaginativo giro.

En la película destaca el tema esencial que recorre gran parte de la obra de Billy Wilder: el de la contradicción entre las apariencias y la realidad, esta vez en el marco de una obra maestra que comienza en comedia bufa para concluir casi en tragedia romántica. 

23 de marzo de 2011

Las carambolas del poder

El pool o billar americano es un deporte con fuerte atractivo, de un encanto realzado por la atmósfera espesada de humo y alcohol de los salones y la reputación dudosa del ambiente y los tipos que lo pueblan.

Un hustler, en el argot norteamericano del deporte, vendría a ser un jugador experto que, simulando ser mediocre en un buen tramo de una partida con apuestas, se muestra sorprendentemente brillante cuando el nivel de esas apuestas alcanza cifras elevadas, de forma que despluma a su rival. Si no un tramposo en sentido estricto al menos alguien que no juega limpio.


Quizás haya personas que aprecien la película “El buscavidas” (“The Hustler”, 1961) mayormente por este motivo argumental. Pero si trascendemos la superficie de éste, que por otra parte refuerza intensamente el sabor realista de la película, si nos dejamos llevar por las intenciones del director, productor y guionista Robert Rossen de suscitar en el espectador variadas reflexiones, un buen puñado de temas nos vienen a la cabeza:

-         En algunos de los mejores diálogos de la historia del cine, se habla del talento y del carácter, y de la poca utilidad del primero si no va acompañado del segundo.

-         De cómo el atajo más rápido hacia el amor puede ser la vulnerabilidad compartida. Hay mucha autenticidad en la historia amorosa de esos dos personajes a la deriva que se conocen en una estación de autobuses que parece salida de un cuadro de Edward Hopper, y que interpretan Paul Newman y Piper Laurie. Autenticidad, sobre todo, en la escena del picnic, prodigiosa y crucial bajo su apariencia insignificante, casi de transición.

-         De los temperamentos autodestructivos, como son los de la pareja mencionada, y haciéndolo sin afán psicoanalítico.

-         Del placer y del respeto que deparan el talento y el trabajo bien hecho entre los que, como “Minnesota Fats”, saben apreciarlos.

-         Y, sobre todo, del poder y de las reglas que lo vertebran. Todo ello personificado en el personaje que interpreta George C. Scott, cuya caracterización merece un aparte. No se me ocurre un actor mejor para encarnar al hosco capo Bert Gordon, al que enriquece de una forma impresionante: su simpatía forzada, su autocontrol (ese fantástico detalle de guión: mientras “trabaja” sólo bebe leche), su pasión por el dinero, su preciso olfato para calar a las personas. Rossen apunta a que la manifiesta sensación de poder del personaje anula en él cualquier escrúpulo moral.


La magnífica actuación de Scott, que en vida fuera el más pendenciero de los actores, es una más en un conjunto de cámara inspiradísimo. Paul Newman, en su plenitud física, borda el mejor papel de su primera época y quizás de toda su carrera, el del incomparable Eddie Felson. Como incomparable es la elegancia interpretativa y de porte (“like a dancer”, comenta Felson de sus movimientos al jugar) de un Jackie Gleason que da la medida precisa de su “Minnesota Fats” con apenas su presencia y unas pocas miradas. Myron McCormick desaparece a mitad de metraje pero en todas sus escenas, sobre todo en aquella en que intenta recuperar a Eddie para la vida nómada, está extraordinario. Y la injustamente olvidada Piper Laurie, atormentada, vulnerable, con un halo trágico desde su primera aparición.

La dinámica jazzística, la horizontalidad de la puesta en escena y el límpido blanco y negro, me traen a la memoria otra película cruda, nocturna y formidable, “Sweet Smell of Success” (Alexander Mackendrick, 1957).

Creo que el mejor comentario sobre esta obra maestra absoluta, es de Newman y lo recoge Shawn Levy en su biografía de 2009:
“Fue una de esas películas en las que te levantabas por la mañana y estabas impaciente por empezar a trabajar, porque sabías que era tan buena que nadie podría estropearla”.



*Una sabrosa anécdota: Jackie Gleason era también un magnífico jugador de billar y se cuenta que, durante una improvisada partida contra Newman en pleno rodaje, se comportó como un verdadero hustler, dejándose ganar durante tres mangas para mostrarse intratable en la cuarta y última una vez el nivel de las apuestas era lo bastante fuerte. Newman, irónicamente, fue hustler delante de las cámaras pero hustled detrás de ellas.

22 de marzo de 2011

Un canon Eastwood

Es vicio de cinéfilos el de elaborar listas. Recientemente visto el último film de Clint Eastwood, el insólito e injustamente subvalorado “Más allá de la vida”, aquí ofrezco una con mis 10 películas favoritas de entre las dirigidas por él, en orden aproximado de preferencia:

  1. “El aventurero de medianoche” (“Honkytonk Man”, 1982)
  2. “Un mundo perfecto” (“A Perfect World”, 1993)
  3. “Los puentes de Madison” (The Bridges of Madison County”, 1995)
  4. “Poder absoluto” (“Absolute Power”, 1997)
  5. “Gran Torino” (ídem, 2008) / ”El intercambio” (“Changeling”, 2008)
  6. “Million Dollar Baby” (ídem, 2004)
  7. “Más allá de la vida” (“Hereafter”, 2010)
  8. “El jinete pálido” (“Pale Rider”, 1985)
  9. “Sin perdón” (“Unforgiven”, 1992)

Repasando la lista, reparo en que las dos primeras, películas de una alta pero contenida emotividad, abordan el tema de la fascinación que un adulto delincuente (Kevin Costner en la segunda) o de mala vida (el cantante country de la primera) ejerce sobre un niño, en una arraigada tradición occidental que deriva de la novela “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson y cuya mejor expresión cinematográfica quizás sea la magistral “Moonfleet” de Fritz Lang (1955).

Bronce en el podio, “Los puentes de Madison”, que encontré estimada en exceso en el momento de su estreno en 1995, me conquistó en un segundo visionado. Probablemente el film romántico por excelencia de los 90 y una obra muy profunda, con una puesta en escena de una fisicidad asombrosa que nos hace sentir que respiramos el mismo aire que los personajes. Y una Meryl Streep imborrable.

Otra gran subestimada, y mi cuarta favorita, es “Poder absoluto”, un film muy amargo sobre el poder, un thriller que nos atrapa sin desmayo desde ese arranque a partir de las manos de un santo de El Greco que el personaje de Eastwood dibuja sentado en un museo, una de las más elegantes sugerencias de la profesión de un personaje que he visto en la pantalla. Pocas como esta película como ejemplo de que Clint Eastwood, a pesar del conservadurismo político que se le supone, nos ha dado algunos de los más negros retratos de las instituciones norteamericanas de los últimos 25 o 30 años.                                 

A “Mystic River” la hubiera incluido sin duda entre las cinco primeras en el momento de su estreno (2003) pero vuelta a ver años después, utilizando una metáfora libresca, se me cayó de las manos, especialmente por su recargado tono sombrío. Un proceso inverso al que me ocurrió con “Los puentes de Madison”.


Entre los westerns, siempre he preferido a su obra maestra “oficial” “Sin perdón”, ese modesto pero emocionante “El jinete pálido”.

De sus interpretaciones en obras firmadas por él la que más me gusta (aunque quizás no sea la mejor) es la de “Cazador blanco, corazón negro” ("White Hunter, Black Heart", 1990), en la que compone un exuberante John Huston, otro director que también encadenó grandísimas películas en la vejez.

Se lee en Internet que el incombustible Eastwood, camino de los 81 años, se encuentra rodando una biografía de aquel sujeto inquietante que fue el fundador del FBI J. Edgar Hoover. ¿Una nueva prueba de su vitalidad creativa?.