31 de enero de 2013

El mundo en una balsa

Con el transcurso de los años, parece que va pesando un relativo olvido sobre las películas que Alfred Hitchcock realizó entre dos incontestables piezas maestras como “Rebeca” (1940) y “Encadenados” (1946), films realizados en plena Segunda Guerra Mundial entre los que deberíamos incluir sus dos olvidados documentales para el esfuerzo bélico: “Enviado especial”, “Matrimonio original”, “Sospecha”, “Sabotaje”, “La sombra de una duda”, “Náufragos”, “Bon Voyage”, “Aventure Malgache” y “Recuerda”.
Incluso uno tan extraordinario como “La sombra de una duda”, que presenta al más elegante de los psicópatas de Hitchcock bajo los rasgos y el porte de Joseph Cotten y tan valorado en otros tiempos, ha quedado un tanto eclipsado por los dos mencionados más arriba y sus joyas de los 50 y los 60.
Y con injusticia se tiende a despachar “Náufragos” (“Lifeboat”, estrenado a principios de 1944) como una mera hazaña técnica, la de rodar una historia íntegramente en el reducidísimo recinto de un bote salvavidas. Pero “Náufragos” es una obra asombrosa no sólo por su carácter experimental.

 
Prueba de la ambición con la que Hitchcock abordó el proyecto es que inicialmente contactó a Hemingway para que escribiera un argumento a partir de la idea de un grupo de náufragos en una lancha a la deriva. El legendario escritor declinó la propuesta y como recambio acudió a John Steinbeck, entonces en la cima de su prestigio después de “Las uvas de la ira”. El californiano bosquejó un argumento que Jo Swerling convirtió en un guión, libreto que a su vez fue pulido por Ben Hecht y el propio Hitchcock. Una nómina de escritores que corta el hipo.
 
La encajonada trama gira alrededor de ocho personajes que se refugian en un bote salvavidas después de que su barco fuera torpedeado por un submarino alemán: una reportera, un millonario, cuatro miembros de la tripulación que desempeñaban las respectivas tareas de engrasador de máquinas, operario de radio, marinero y camarero, una enfermera, y el marino nazi que recala por el hundimiento de su submarino, y que será el catalizador de las tensiones. Un noveno, una madre con su hijo muerto, se suicida al poco de acceder al bote.

François Truffaut se lo definió bastante bien a Hitchcock comentando que “el film constituía un conflicto psicológico al mismo tiempo que una fábula moral”. Y en verdad es una película bastante atípica dentro de la filmografía del genio londinense, por su carga filosófica-política (hay incluso referencias más o menos implícitas a la lucha de clases y a la segregación de los negros) y la falta de grandes set pièces de suspense.
 

Estrenada en 1944, poco antes del desembarco en Normandía, el mensaje de esta alegoría política de la situación mundial llegó con cierto retraso: los alemanes (el capitán nazi) tienen claros sus objetivos y eso les hace más fuertes, mientras que las democracias occidentales (el resto de los integrantes de la lancha) siguen divididos y por tanto debilitados frente al enemigo común.

Estilísticamente, la película se fundamenta en el uso de planos medios y del close-up, con apenas algún plano general de la lancha desde lejos pero, paradójicamente, la sensación no llega a ser de claustrofobia.
Hay una escena que muestra una extraordinaria inventiva en el uso de esa planificación, aquella que recoge la primera conversación íntima entre Hume Cronyn y Mary Anderson: primero encuadrados frontalmente con ella de espaldas y él mirando a la cámara, después ambos rostros de perfil pero sin mirarse porque sus cuerpos siguen en planos distintos, por último de nuevo una toma frontal pero ahora él de espaldas y el rostro de ella hacia la cámara. Bañados por la luz de la luna, es una hermosa y sencilla solución visual que, junto con los diálogos, va recogiendo el desarrollo de una intimidad.
 
El personaje con más fuerza del film es sin duda el de la sofisticada y sarcástica reportera que encarna Tallulah Bankhead, en una de sus contadas apariciones en pantalla. Parece que Hitchcock ya la había visto muy joven sobre las tablas londinenses y la quería expresamente para este papel. Se cuenta que la desinhibida Tallulah se presentaba en el set de rodaje sin ropa interior (sujetador y bragas), para regocijo del propio Hitchcock. No es de extrañar por tanto que sea ella la principal artífice del palpitante erotismo de la escena en que, después de una tormenta en la que por primera vez se han besado, la Bankhead escribe sus iniciales con pintalabios en el torso desnudo de John Hodiak, plantado aquí y allá con las iniciales tatuadas de sus antiguas conquistas.
 
 
Entre los actores, aparte la gran Tallulah, destacan dos formidables secundarios: el siempre exuberante Henry Hull como el millonario, y el grueso austríaco de mirada astuta Walter Slezak, especialista por aquellos años bélicos en nazis de diverso pelaje (por ejemplo, “Esta tierra es mía”, de Jean Renoir, del mismo año en que se rodó “Náufragos”).

Como curiosidad, en un cameo particularmente imaginativo y autoparódico, Hitchcock documentó la dieta rigurosa a la que se sometió durante la preparación del film, y en la que llegó a perder un tercio de su peso: William Bendix lee un periódico en el que vemos un anuncio con sendas fotos del antes y el después de la dieta del genial gordo. De los más divertidos de su carrera, junto con el niño que hace aguas menores sentado sobre sus rodillas en “Cortina rasgada”, y el autobús que le cierra la puerta en las narices en “Con la muerte en los talones”.

Extraña, alegórica, política, con una neblinosa atmósfera de pesadilla, como una “Rebeca” en alta mar, “Náufragos” merece un mejor puesto en el panteón hitchcockiano.