16 de agosto de 2013

Los acantilados "noirs" de Acapulco

Hay ocasiones en que la suma de los encuadres extravagantes, oblicuos y difíciles de Orson Welles (esa “concepción retorcida del encuadre”, en palabras de Cabrera Infante), alcanza un grado de saturación en el espectador, como si asistiéramos a un festín literario de metáforas refulgentes y vocablos churriguerescos propios de un Valle-Inclán o un Lezama Lima. Pero, si tomamos algunos de esos planos aisladamente y en días con cierta predisposición al barroquismo, no hacen otra cosa sino deslumbrarnos. Tomemos por ejemplo éste, un diamante perteneciente a “La dama de Shanghai” (1947):

 
Es un plano en pronunciadísimo picado sobre los acantilados de La Quebrada de Acapulco, en el cual el repulsivo personaje de Glenn Anders (del que Welles nos ha arrojado abundantes primerísimos planos de su rostro sudoroso y trastornado, en una obra que cuenta con algunos de los más impactantes close-ups de su tiempo), acaba de hacerle una propuesta de asesinato al marinero que encarna Welles, cegado por el deseo de Rita Hayworth antes que por la jugosa suma de dinero que le reportaría.

Un encuadre atrevido, pero nada gratuito, ya que posee una enorme significación premonitoria de lo que les puede deparar a ambos personajes el llevar a cabo el desquiciado plan expresado en el diálogo. No otra cosa sino el abismo. Un abismo que dialoga con otro plano anterior de puro vértigo, el cenital, a vista de mástil, de la mantis religiosa y platino de la Hayworth cantando sobre la cubierta de un yate, más peligrosa que cualquier accidente geográfico de la Madre Naturaleza.

Un plano fastuoso, wellesiano en el mejor sentido de la palabra, cuyo eco viaja a algunos otros de “Othello” o “Mr. Arkadin”. Y, ¿por qué no?, hasta el terrorífico y casi fugaz en que Welles-Quinlan, casi mirando de reojo a la cámara e intuyendo quizás ahí su propio abismo, estrangula a Akim Tamiroff. Milagros del picado.


6 de julio de 2013

Bresson y la poesía entre las junturas

Hace falta tener un alma verdaderamente grande para llevar a la pantalla la tristísima historia de la niña “Mouchette” (1967), y, aún más si cabe, para concebirla, si bien no he leído la nouvelle de Georges Bernanos en que se inspiró Robert Bresson.

Bresson, el gran asceta del cine francés, el inconformista más puro, nacido en el corazón de Francia, en Clermont-Ferrand (la hermosa y empinada ciudad gótica en la que Rohmer escenificó los dilemas morales y filosóficos de “Mi noche con Maud”), abordó este proyecto inmediatamente después de ese desolador catálogo sobre los males de los que el hombre es capaz que es “Al azar, Baltasar” (1966), presentándose “Mouchette” como una obra más rica, de una espiritualidad extraña e incómoda, una de las más grandes de su autor.

Es la humanísima crónica de la vida lamentable de una adolescente de pueblo, cuya madre está moribunda y su padre y su hermano se ganan la vida como contrabandistas, al mismo tiempo que está al cuidado de un bebé hermano, habitantes todos de una inhóspita y gélida casa en los arrabales del pueblo. Mouchette es marginada en el colegio, maltratada por todos, y queda condenada a madurar a marchas forzadas. Los sórdidos sucesos de una noche en el bosque precipitarán un desenlace trágico y quizás inevitable.
 

Algunas de las maravillosas perlas aforísticas de Bresson en sus “Notas sobre el cinematógrafo” (su particular “Camino de perfección” cinematográfica), encuentran idónea correspondencia en fragmentos e imágenes de “Mouchette” y nos iluminan con precisión sus recovecos:

Nada de bella fotografía, nada de bellas imágenes, sino imágenes y fotografía necesarias”. Lo que entronca con lo enunciado por otro depurador de la forma, Rossellini, cuando dijo que “un plano es bueno porque es correcto”. En efecto, no hay belleza visual en plano alguno de la película, sólo límpido blanco y negro.

Producción de la emoción sostenida por una resistencia a la emoción”.Hay un instante, que casi podría pasar desapercibido por su brevedad, en que Mouchette termina besando la mano de su madre enferma tras regresar a casa, momento de honda ternura contenida, de gran pudor, casi invisible.

Música. Ella aísla a tu película de la vida de tu película (delectación musical). Ella es un potente modificador e incluso destructor de lo real, como el alcohol o la droga”. En este film, salvo fragmentos diegéticos, sólo las notas religiosas del “Magnificat” de Monteverdi, y en escasos momentos. Acompañando a los títulos de crédito y tras la breve plegaria de la madre enferma que los prologa, las resonancias de esta pieza se expandirán por toda la historia con una justeza inolvidable.

Es necesario que los ruidos se conviertan en música”. El constante crepitar de la hoguera en toda la larga secuencia de la crisis epiléptica del cazador furtivo Arsène y la violación de Mouchette supone un contrapunto armónico a toda la violencia de lo que está aconteciendo.

Que sea la unión íntima de las imágenes la que las cargue de emoción”. Después de un primer intento de suicidio, un leve gesto de Mouchette en plano medio dirigido hacia el conductor de un tractor, encuentra en contraplano general a este último volviendo su rostro hacia la muchacha pero finalmente proseguirá su camino. Un momento descorazonador.

No corras tras de la poesía. Ella penetra toda sola entre las junturas (elipsis)”. Un ejemplo máximo en la elipsis posterior a la violación que concluye con el abrazo entregado de Mouchette, la poesía entra poderosa entre la ambigüedad de la situación y el abismo emocional que propicia una elipsis tan precisa.


El excelente “Rosetta” (2000) de los hermanos Dardenne, film entre el neorrealismo y el movimiento Dogma, bebía con provecho, aunque sin aspirar a su dimensión espiritual, de esta obra maestra de 1967, tomando como protagonista a otra chica adolescente fustigada por la vida, también forzada a una madurez precoz y vertiginosa. Sin embargo, el tono, el pathos, de “Mouchette” son del todo intransferibles, situándose la obra de Bresson tan a contracorriente del cine pop (a pesar de que el único momento de felicidad de la protagonista, en los coches de choque, tiene una alegría deliciosamente pop) e innovador que se hacía por aquellos años, mediados de los 60, como de todo lo que se había filmado en décadas anteriores, un cine incontaminado de otras influencias cinematográficas (aunque queda el misterio de las insólitas conexiones con el final de “Alemania, año cero” de Rossellini, de 1947).

No me resisto a concluir con un rosario de otras frases bressonianas (cada admirador del francés atesorará sus preferidas), de entre las que más me impactaron por su sabiduría o su fidelidad a un sentido de “misión” artística:

Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas (¿razón por la que nos equivocamos sobre el color de los ojos?)”.

EL CINE SONORO INVENTÓ EL SILENCIO”. (en mayúsculas en el libro).

Cuando un sonido puede reemplazar a una imagen, suprimir la imagen o neutralizarla. El oído va más hacia el interior, el ojo hacia el exterior”.

Citando al pintor Camille Corot: ”No hay que buscar, hay que esperar”.

No se trata de actuar “sencillo” o de actuar “interior”, sino de no actuar nada”.

Eso que yo rechazo como demasiado simple, es lo que es importante y en lo que hay que profundizar. Estúpida desconfianza de las cosas simples”.

Prefiere eso que te sopla la intuición a eso que has hecho y rehecho diez veces en tu cabeza”.

Cámara y magnetófono, llevadme lejos de la inteligencia que complica todo”.


31 de enero de 2013

El mundo en una balsa

Con el transcurso de los años, parece que va pesando un relativo olvido sobre las películas que Alfred Hitchcock realizó entre dos incontestables piezas maestras como “Rebeca” (1940) y “Encadenados” (1946), films realizados en plena Segunda Guerra Mundial entre los que deberíamos incluir sus dos olvidados documentales para el esfuerzo bélico: “Enviado especial”, “Matrimonio original”, “Sospecha”, “Sabotaje”, “La sombra de una duda”, “Náufragos”, “Bon Voyage”, “Aventure Malgache” y “Recuerda”.
Incluso uno tan extraordinario como “La sombra de una duda”, que presenta al más elegante de los psicópatas de Hitchcock bajo los rasgos y el porte de Joseph Cotten y tan valorado en otros tiempos, ha quedado un tanto eclipsado por los dos mencionados más arriba y sus joyas de los 50 y los 60.
Y con injusticia se tiende a despachar “Náufragos” (“Lifeboat”, estrenado a principios de 1944) como una mera hazaña técnica, la de rodar una historia íntegramente en el reducidísimo recinto de un bote salvavidas. Pero “Náufragos” es una obra asombrosa no sólo por su carácter experimental.

 
Prueba de la ambición con la que Hitchcock abordó el proyecto es que inicialmente contactó a Hemingway para que escribiera un argumento a partir de la idea de un grupo de náufragos en una lancha a la deriva. El legendario escritor declinó la propuesta y como recambio acudió a John Steinbeck, entonces en la cima de su prestigio después de “Las uvas de la ira”. El californiano bosquejó un argumento que Jo Swerling convirtió en un guión, libreto que a su vez fue pulido por Ben Hecht y el propio Hitchcock. Una nómina de escritores que corta el hipo.
 
La encajonada trama gira alrededor de ocho personajes que se refugian en un bote salvavidas después de que su barco fuera torpedeado por un submarino alemán: una reportera, un millonario, cuatro miembros de la tripulación que desempeñaban las respectivas tareas de engrasador de máquinas, operario de radio, marinero y camarero, una enfermera, y el marino nazi que recala por el hundimiento de su submarino, y que será el catalizador de las tensiones. Un noveno, una madre con su hijo muerto, se suicida al poco de acceder al bote.

François Truffaut se lo definió bastante bien a Hitchcock comentando que “el film constituía un conflicto psicológico al mismo tiempo que una fábula moral”. Y en verdad es una película bastante atípica dentro de la filmografía del genio londinense, por su carga filosófica-política (hay incluso referencias más o menos implícitas a la lucha de clases y a la segregación de los negros) y la falta de grandes set pièces de suspense.
 

Estrenada en 1944, poco antes del desembarco en Normandía, el mensaje de esta alegoría política de la situación mundial llegó con cierto retraso: los alemanes (el capitán nazi) tienen claros sus objetivos y eso les hace más fuertes, mientras que las democracias occidentales (el resto de los integrantes de la lancha) siguen divididos y por tanto debilitados frente al enemigo común.

Estilísticamente, la película se fundamenta en el uso de planos medios y del close-up, con apenas algún plano general de la lancha desde lejos pero, paradójicamente, la sensación no llega a ser de claustrofobia.
Hay una escena que muestra una extraordinaria inventiva en el uso de esa planificación, aquella que recoge la primera conversación íntima entre Hume Cronyn y Mary Anderson: primero encuadrados frontalmente con ella de espaldas y él mirando a la cámara, después ambos rostros de perfil pero sin mirarse porque sus cuerpos siguen en planos distintos, por último de nuevo una toma frontal pero ahora él de espaldas y el rostro de ella hacia la cámara. Bañados por la luz de la luna, es una hermosa y sencilla solución visual que, junto con los diálogos, va recogiendo el desarrollo de una intimidad.
 
El personaje con más fuerza del film es sin duda el de la sofisticada y sarcástica reportera que encarna Tallulah Bankhead, en una de sus contadas apariciones en pantalla. Parece que Hitchcock ya la había visto muy joven sobre las tablas londinenses y la quería expresamente para este papel. Se cuenta que la desinhibida Tallulah se presentaba en el set de rodaje sin ropa interior (sujetador y bragas), para regocijo del propio Hitchcock. No es de extrañar por tanto que sea ella la principal artífice del palpitante erotismo de la escena en que, después de una tormenta en la que por primera vez se han besado, la Bankhead escribe sus iniciales con pintalabios en el torso desnudo de John Hodiak, plantado aquí y allá con las iniciales tatuadas de sus antiguas conquistas.
 
 
Entre los actores, aparte la gran Tallulah, destacan dos formidables secundarios: el siempre exuberante Henry Hull como el millonario, y el grueso austríaco de mirada astuta Walter Slezak, especialista por aquellos años bélicos en nazis de diverso pelaje (por ejemplo, “Esta tierra es mía”, de Jean Renoir, del mismo año en que se rodó “Náufragos”).

Como curiosidad, en un cameo particularmente imaginativo y autoparódico, Hitchcock documentó la dieta rigurosa a la que se sometió durante la preparación del film, y en la que llegó a perder un tercio de su peso: William Bendix lee un periódico en el que vemos un anuncio con sendas fotos del antes y el después de la dieta del genial gordo. De los más divertidos de su carrera, junto con el niño que hace aguas menores sentado sobre sus rodillas en “Cortina rasgada”, y el autobús que le cierra la puerta en las narices en “Con la muerte en los talones”.

Extraña, alegórica, política, con una neblinosa atmósfera de pesadilla, como una “Rebeca” en alta mar, “Náufragos” merece un mejor puesto en el panteón hitchcockiano.