28 de diciembre de 2012

Argelia 1996

La francesa “De dioses y hombres” (“Des hommes et des dieux”), de 2010, es una de las películas más extraordinarias, entre las estrenadas en el último lustro, que este espectador ha tenido la oportunidad de ver. Extraordinaria por calidad estética y porque haciendo suyo el principio chestertoniano de que no hay estética sin ética, el director Xavier Beauvois ha filmado una obra de una energía moral poco común en esta época de vacía brillantez formal.
Y lo ha hecho sin dogmatismos, con realismo y veracidad, con un pudor exquisito ante los conflictos íntimos y las emociones de los personajes. Y formulando, calladamente, un discreto alegato por la tolerancia, la religiosa y cualquier otra.
 

La trama, con guión de Etienne Comar y el propio Beauvois, recrea los meses anteriores al asesinato tristemente real de siete monjes cistercienses pertenecientes a una misión en el Atlas argelino. Dicho crimen se produjo en 1996, en un momento de especial recrudecimiento del integrismo islámico más sanguinario en Argelia, y su correlativa represión por el ejército del país. Según testimonios recientes, la verdadera autoría del crimen no estaría esclarecida aún.
 

Con su ritmo contemplativo, plenamente acorde con el lento discurrir de la vida monacal, “De dioses y hombres” es cine de gran hondura. Como botones de muestra, es suficiente con seleccionar tres momentos que son puro cine y pura verdad. Dos de ellos son, además, de tal sencillez, que podrían pasar desapercibidos: la conversación en la que un viejo monje le explica a una joven musulmana cómo se manifiesta el amor; y un plano general fijo que fusiona armónicamente a dos monjes con su coche averiado, a un grupo de mujeres argelinas que les ayudan a arrancarlo, y al amplio paisaje del Atlas que los circunda. Y no ha bastado más que eso, ese breve y bellísimo plano fijo situado en el momento adecuado de la película en el que cobra toda su significación, para darnos la esencia de la película.
El tercero, por el contrario, es uno de los momentos álgidos de la película, el de la última cena que comparten los frailes, una sinfonía de rostros/emociones modulada por “El lago de los cisnes” de Tchaikovky. Unos minutos de una belleza indescriptible.
 
El conjunto de los actores está insuperable, todos los intérpretes parecen haber alcanzado una completa empatía con los pensamientos y emociones que debieron transitar por las cabezas y los corazones de los monjes durante aquellos trágicos momentos. Desde el hermano médico - un pozo de sabiduría - que encarna Michael Lonsdale, hasta el valiente prior que interpreta Lambert Wilson; pasando por los frailes más dubitativos, más frágiles en su fe o su sentido de misión, quizás los más difíciles de insuflar credibilidad, como el hermano más volcado en las tareas agrícolas, que es también el más joven y en quien percibimos de una forma más intensa y dolorosa sus dilemas interiores, su crisis de fe - una matizadísima creación del actor Olivier Rabourdin.

Desconozco las otras películas dirigidas por Xavier Beauvois, también actor en films como “Villa Amalia”, “Adiós a la reina” o “Ponette”. Pero solamente “De dioses y hombres” le sitúa ya como un maestro de la verdad del cine.

 

17 de octubre de 2012

Asuntos de familia

“Odio entre hermanos” (“House of Strangers”, 1949) se encuentra un tanto sepultada entre las obras maestras de Joseph L. Mankiewicz de su brillantísima etapa como guionista y director en la 20th Century Fox (1946-1952), ese trío que conforman “El fantasma y la Sra. Muir” (1947), la mítica y oscarizada “Eva al desnudo” (1950) y “Murmullos en la ciudad” (1951); olvidada también incluso entre las que sin ser magistrales gozan por razones diversas de mejor consideración, como “Carta a tres esposas” (1949) y “Operación Cicerón” (1952).

Una de las razones puede ser que, contrariamente a lo habitual, Mankiewicz no firmara el guión, o tal vez que este melodrama es tangencial estilísticamente con el cine negro, género con el que nadie asociaría al director, reputado, para bien y para mal, como cineasta intelectual de enjundiosos diálogos.


Pero aunque inferior a las tres obras maestras antes citadas y a pesar de sus evidentes defectos, “Odio entre hermanos” es una película a revalorizar con urgencia por su rara intensidad dramática, su negrísima visión de la institución familiar, y una historia de deseo y amor (por este orden) compleja y estimulante.

Guión acreditado a Philip Yordan pero remozado por Mankiewicz, la historia, una versión contemporánea e italoamericana de la bíblica de José y sus hermanos, se estructura alrededor de un largo flashback que comienza después de un hermoso y evocador travelling mientras el presente y el pasado quedan enlazados por un aria de ópera italiana.
Mencionaba unas líneas más arriba la historia de José y sus hermanos, que noveló extensamente Thomas Mann. Aquí José sería Max Monetti, el hermano interpretado por Richard Conte, elegante abogado de éxito, que despierta las envidias de sus tres hermanos por la predilección que le muestra sin disimulo su padre banquero (Edward G. Robinson como Jacob/Gino Monetti). Los hermanos que vendían a José en el episodio bíblico se asemejan en el tramo final de la película, en un máximo exponente de actualización, a matones de las escuadras negras de Mussolini (no en vano, vemos un busto de éste en el despacho del cabecilla, Joe, muy bien interpretado por Luther Adler).
 
Quizás lo que más me gusta del film es la historia sentimental entre Richard Conte y Susan Hayward. Hay mucha química entre ambos y, muy moderno para la época del yugo del Código Hays, la pareja llega al amor por el sexo. La temperamental Hayward es independiente y resuelta como una mujer hawksiana, y no duda en invitar a su casa al recién conocido que se ha sentido atraído por ella.
A sus escenas, también, se les brinda los mejores diálogos, esos legendarios diálogos de Mankiewicz plenos de sofisticación y dobles sentidos.

La fuerza, la intensidad del film, no ocultan sin embargo sus defectos. Hay secuencias en el mismo precipicio del ridículo (el soliloquio de Conte frente al retrato de su padre, por ejemplo, o esa en que la Hayward visita a Edward G. Robinson para pedirle que no avive la sed de vendetta del hijo encarcelado), pero no olvidemos que la película tiene mucho de melodrama operístico, impulsado por la desaforada actuación de Robinson. Y en ocasiones falla el ensamblaje entre las dos historias paralelas que conforman el film, la familiar y la de los dos amantes.
 
El final, espléndido, es una elección moral y una liberación, las del protagonista: Richard Conte baja las escaleras de la mansión familiar, sombría como la de los Amberson de Orson Welles, y símbolo definitivo de un ambiente opresivo y contaminado. La cámara lo ve descender de espaldas hacia la salida, para reencontrarlo fuera, donde le espera Susan Hayward, el amor de su vida. Él respira hondo el aire puro de la calle, está dolorido por la paliza, pero aliviado al fin de la carga de la venganza que deseaba su padre y a la que ha renunciado. Se desliza por las escaleras exteriores, casi dejándose arrastrar como por una corriente hasta el coche de Hayward, que en un Nueva York desierto arrancará sin demora en busca de nuevos horizontes.

Aquí resulta muy expresiva la gestualidad corporal, escuela teatro neoyorkino, del olvidado y sin embargo magnífico Richard Conte.
 
 

12 de septiembre de 2012

De repente, ¿el último verano?


“Nubes de verano”, de 2004, es una de las películas españolas más interesantes desde que empezó el siglo XXI, y posiblemente de las que mejor envejezcan por su carácter ligeramente intemporal. La dirigió el leonés Felipe Vega, con libreto original de él mismo y de su guionista habitual el escritor Manuel Hidalgo. Vega se prodiga poco, y sólo contabiliza en 35 años ocho largometrajes, dos cortos, un documental (co-dirigido con el escritor Julio Llamazares, y su última obra hasta la fecha), y un episodio televisivo. Antiguo crítico, actualmente está más centrado en la enseñanza en escuelas de cine, y sería de desear que el cine español disfrutara de más películas suyas.
 
  
A grandes rasgos, el argumento es como sigue: Una pareja joven y atractiva, Daniel y Ana, casados y con un hijo, acuden como cada año a veranear a una masía de la Costa Brava. Su relación es estable y afectuosa, externamente feliz, aunque ya lejos de la pasión de los inicios. Ana se encuentra con Marta, que tiene una tienda en el pueblo y a la que conoce de veranos anteriores, quien casualmente está con su primo Robert, al cual le gusta Ana en el acto. Robert se encapricha de Ana, y le propone a Marta, a la que al mismo tiempo le gusta desde siempre Daniel, un pacto con ecos del de Robert Walker y Farley Granger en “Extraños en un tren” de Hitchcock: Marta ayudará a Robert a seducir a Ana, y él hará lo mismo para su prima con respecto a Daniel. A partir de entonces, para lograr su propósito, los primos, en especial Robert, provocarán una serie de situaciones y encuentros con la pareja que culminarán en el clímax de la secuencia en que Robert y Ana quedarán solos…
 
Natalia Millán interpreta a la chica de la pareja, sensible e inteligente. El chico es Roberto Enríquez, equilibrado, simpático, un punto inocente. Ambos personas tranquilas, buenos padres. El “príncipe de las tinieblas”, el seductor amoral, un vizconde de Valmont del Ampurdán, es David Selvas, que transmite toda la frivolidad de una clase ociosa y adinerada (simbolizada por la impresionante casa que tiene frente al mar). Y su prima y cómplice es Irene Montalà: guapa, sensual, ligera, vagamente enamoradiza, consciente de las maquinaciones de su primo pero sin la suficiente voluntad para salirse de la espiral.
 
“Nubes de verano” (título de precisa metáfora) es una película de cámara (apenas cinco personajes, el quinto sería el joven panadero medio novio de Marta), con límpida luminosidad mediterránea, de diálogos rohmerianos - Eric Rohmer es una vieja pasión de los dos guionistas - en castellano y catalán, pero que a pesar de su filiación francesa suenan reales, autóctonos.
 
El trazo de la psicología de los personajes es impecable, su desarrollo y sus reacciones perfectamente verosímiles, resultando los positivos en el fondo más complejos, más sustanciosos, especialmente la Ana de Natalia Millán.
   
Como muy logrados son su tono distendido y la sencillez de la puesta en escena, sobria, sin búsquedas formales, con abundancia de planos fijos o planos/contraplanos, plenamente al servicio de la interpretación de los actores, de la expresión de los sentimientos (o de su falta) de sus cinco personajes.

Hay apuntes de reconocible cinefilia, como la puerta cerrada que sugiere tanto, puro Lubitsch, y un final marcado por la ambigüedad, que es sobre todo la de los sentimientos de la pareja protagonista, para los que, intuimos, nada volverá a ser igual entre ellos.

Pero también hay humor, un humor dosificado y perfectamente realista, el humor que rodea a este tipo de situaciones, al juego de las seducciones, calculadas o no, y que acompaña a la posibilidad del drama como consecuencia. Y es que con frecuencia la película nos deja deliberadamente al borde de la risa.
 
 


13 de junio de 2012

Méjico como fin

  "I did Alfredo Garcia, and I did it exactly the way I wanted to. Good or bad, like it or not, that was my film."
(“Hice Alfredo García, y la hice exactamente de la manera que quise. Buena o mala, guste o no, esa era mi película”)
Sam Peckinpah


A Sam Peckinpah le entusiasmaba Méjico. Amaba su anarquía vital, sus mujeres (se casó con una, la misma, tres veces), sus peleas de gallos, sus cantinas, su tequila, su música, y su carácter incivilizado frente a la fachada de orden de los Estados Unidos. En “La huida” (1972) de Steve McQueen y Ali McGraw ese país es su salvación, como es el refugio querido y ocasional de Billy the Kid en “Pat Garrett & Billy the Kid” (1973). Y “Mayor Dundee” (1965) y “Grupo salvaje” (1969) transcurren en buena parte allí, como si Peckinpah necesitara imperiosamente justificar las filmaciones en ese país, y retratar sus paisajes y sus gentes.
Probablemente el director californiano nunca disfrutó tanto un rodaje como el de “Quiero la cabeza de Alfredo García” (“Bring Me the Head of Alfredo García”, 1974), rodada y ambientada íntegramente en Méjico, en el que además dispuso de una libertad creativa de la que no había gozado antes ni volvería a gozar en el futuro, siempre enfrascado en rodajes turbulentos (en parte por su propia culpa) y expuesto a mutilaciones de sus films por parte de los productores.
Es “Quiero…” una película libre, valiente, honesta nihilista, más lírica que violenta, y ferozmente personal. Para muchos el más personal de todos sus films, como corroboran las palabras del propio Peckinpah recogidas más arriba, realizado a partir de una historia escrita por él mismo junto con Frank Kowalski.

Es una “road movie” que mantiene el tono justo a lo largo de todo el metraje, entre la aventura desesperada y el romanticismo crepuscular, con destellos de humor negro propiciados por la cabeza del título, que viaja en el coche del protagonista (Warren Oates) entre hielo y moscas, y es objeto de los celos retrospectivos de éste con respecto a su antiguo portador. Una película que empieza bucólicamente, con una joven sentada frente a un lago, y concluye con la imagen del cañón de un fusil disparando, metáfora del mundo despiadado que retrata.

Pero es por encima de todo una extraña historia de amor, el que siente un perdedor en busca de su última oportunidad por una prostituta, Elita (Isela Vega). Las escenas entre ellos son probablemente las mejores: Oates, que duerme con las gafas de sol puestas, se despierta con ladillas en el pene tras pasar la noche con ella; la del picnic en la carretera, empapada de romanticismo otoñal y en la que él acaba por pedirle que se casen; la tristísima en que ella llora sentada bajo la ducha; y la que precede a la profanación de la tumba, una secuencia extraordinaria.


Políticamente incorrecto siempre, la controversia viene, una vez más en la filmografía de Sam Peckinpah, de la mano de la misoginia y la violencia presentes. Sin embargo, la innegable misoginia del director es aquí menos cruda y más matizada que en otras películas. Elita es un personaje complejo, que parece entregarse con cierto gusto a la violación por parte del motero que interpreta Kris Kristofferson, pero a la que intuimos enamorada aún del muerto Alfredo García, un amor nunca expresado con palabras, pero que se palpa con fuerza en la bellísima secuencia nocturna y casi muda de la profanación de la tumba, en la que la lectura moral de lo despreciable de este acto se extiende a la de la profanación de los sentimientos de la chica.
Y respecto a la violencia, no hay gratuidad en las matanzas como sí en otras de sus películas, aunque son interesantes las declaraciones de James Coburn: “Sam quería mostrar la violencia como era para alcanzar la no violencia, para hacerla tan repulsiva que nadie quisiera verla”. “Bloody Sam” siempre fue un apodo relativamente injusto.

Uno se anima a conjeturar que la película no hubiera sido tan buena sin la (mala) presencia de Warren Oates, que encarna al protagonista, un gringo perdedor llamado Bennie afincado al sur del Río Grande. Oates, natural de Kentucky y desaseado como un antihéroe de Bukowski (al que sus hermanos afeaban su nulo gusto por la higiene en “Mayor Dundee”), fue un asiduo de ese verdadero “wild bunch” de actores que conformó Peckinpah a lo largo de su carrera (James Coburn, Strother Martin, Dub Taylor, Ben Johnson, John Davis Chandler, L.Q. Jones, Slim Pickens, o ese R.G. Armstrong al que Peckinpah otorgó papeles de rudo reverendo o intransigente puritano pero cuyo aspecto en la vida real no difiere mucho del de un pirata), y es de lamentar que falleciera tan joven, de un ataque al corazón a los 52 años.

A uno le parece que hay algo más de verdad en ese perdedor desastrado que entra en una espiral suicida de sangre un poco por amor y otro poco por inercia, que en el “Why not?” que el mismo Warren Oates le responde a William Holden camino de la carnicería final de “Grupo salvaje”. Entre estas las dos obras maestras de Peckinpah el tiempo parece ir prefiriendo la autenticidad de “Quiero…” al formidable virtuosismo de “Grupo salvaje”.

Del tronco de Alfredo García, o más bien de su cabeza, vienen Tarantino, Robert Rodríguez o el Tommy Lee Jones de “Los tres entierros de Melquíades Álvarez

   


30 de abril de 2012

La mirada del intruso

Una gratísima ráfaga de ese viento fresco tan omnipresente en la película me ha parecido la nueva adaptación de la novela de Emily Bronte “Cumbres borrascosas”, a cargo de la cineasta inglesa Andrea Arnold (“Wuthering Heights”, 2011), de las mejores estrenadas en España en lo que va de 2012.
Refrescante para empezar por lo que supone de oposición a un tipo de adaptación literaria típicamente británica, costume films de una absoluta perfección en la reconstrucción de época, con inmejorables trabajos de dirección artística o vestuario o rigor histórico o de interpretación, pero sin alma, sin vida, sin garra, en definitiva perfectas en su frío academicismo (pienso por ejemplo en aquellas de que ha sido objeto Jane Austen).


Es por eso que es doblemente admirable el logro de Andrea Arnold con una adaptación valiente, anticonvencional, un punto salvaje y muy original en enfoque narrativo y puesta en escena, y con la maravillosa radicalidad de rodarla en los inhóspitos lugares en que transcurre la acción, esos páramos de Yorkshire que cobran enorme vida hasta el punto de ser un personaje más de la ficción.

La historia está plenamente narrada desde el punto de vista de Heathcliff, el intruso, el gitano adoptado por el cabeza de familia, aquí caracterizado como negro. Ese punto de vista determina la puesta en escena, con la cámara acompañando al personaje y a su mirada sobre todo lo que le rodea, un procedimiento especialmente eficaz para el Heathcliff adolescente que lo observa todo con extrañeza e inquietud, y con fascinación hacia la más joven de la familia, Cathy.
El hiperrealismo de la película nos sumerge en las vivencias de los personajes casi en todo momento, haciéndonos casi sentir el barro que pisan, la espesa niebla, la lluvia y especialmente el viento (chapeau para Nicolas Becker, encargado del sonido en un film, subrayemos, sin banda sonora), ese viento que les cala los huesos, con una maestría digna de Kurosawa en la utilización de los elementos naturales.


Percibimos como muy real la relación de mutua compañía entre Cathy y Heathcliff, con esa inconsciencia instintiva de los muy jóvenes que se encuentran a gusto entre ellos, almas gemelas en su vínculo común con el desolado paisaje, en definitiva hechos el uno para el otro, como demuestra esa preciosa secuencia en que la chica lame las heridas de los latigazos que ha recibido Heathcliff.
Y es un grandísimo acierto de Andrea Arnold el haber optado mayoritariamente por actores no profesionales, especialmente los que encarnan a Cathy y Heathcliff como adolescentes, Solomon Glave y Shannon Beer, que son toda naturalidad y feliz inconsciencia. A su lado, paradójicamente, la profesional Kaya Scodelario como Cathy joven y el debutante James Howson como Heathcliff joven, palidecen significativamente.


“Cumbres borrascosas” es una gran película trágica, a pesar de una segunda parte que desmerece al lado de la primera, enlazadas por cierto por una bellísima elipsis con la niebla como protagonista y denominador común de la huida y el regreso de Heathcliff. Porque es un film que acumula también bastantes defectos: ese desequilibrio entre sus dos partes, carente la segunda de la fuerza telúrica de la primera, con una escena tan importante como la del reencuentro entre Cathy y Heathcliff tratada de forma anémica; la débil interpretación de Scodelario y Howson; o la desafortunada concesión a nuestra época que supone insertar una canción pop para el final.

Muy justamente ha sido reconocido y premiado (en los festivales de Venecia y Valladolid) el fantástico trabajo del operador Robbie Ryan, de una extrema fisicidad, saludablemente arriesgado como casi todo en este proyecto de Andrea Arnold, a la que habrá que seguir la pista.
Como también a ese nuevo cine inglés innovador estilística y temáticamente, celebrado hace unos meses por la revista Positif , y que ha aterrizado recientemente en España con películas como “Shame”, “El topo” o la que he reseñado.


5 de marzo de 2012

El fallido Hoover de Clint Eastwood

Es evidente hasta qué punto Clint Eastwood filma tanto mejor cuanto más le gustan o comprende a sus personajes. Contempla con intenso afecto a la pareja de amantes de “Los puentes de Madison” (1995), especialmente a la Francesca de Meryl Streep; al noble solitario de Matt Damon en “Más allá de la vida” (2010); al viejo cascarrabias interpretado por él mismo y al chico vietnamita de “Gran Torino” (2008); también al autodestructivo y libérrimo honkytonk man que borda en “El aventurero de medianoche” (1982), al que mira con el sobrio cariño del sobrino del personaje; y con ese afecto contempla también a los hawksianos veteranos astronautas de “Space Cowboys” (2000). Y se trasluce una profunda comprensión por las razones de ese ladrón dibujante que quiere recuperar el afecto de su hija en “Poder absoluto” (1997), por el indestructible espíritu de lucha de esa madre que busca a su hijo desaparecido en “El intercambio” (2008) o, finalmente, por la ética personal del fugitivo que encarna Kevin Costner en “Un mundo perfecto” (1993), donde nuevamente encontramos la mirada de un niño (puro “Moonfleet” de Fritz Lang).


Pero J. Edgar Hoover, el todopoderoso y legendario fundador del FBI, no parece gustarle en absoluto, y aunque se esfuerce junto con el guionista Dustin Lance Black por entender sus motivaciones más íntimas, lo cierto es que se les hace difícil comprenderlo y de eso se resiente la película.
Me ha decepcionado bastante el último film de Eastwood, “J. Edgar” (2011), una película biográfica sin brío, de narración frecuentemente apagada, estructurada con un exceso de saltos temporales que rara vez confieren un sentido a lo que se pretende mostrar. Una película que sólo parece remontar el vuelo en aquellas secuencias que muestran los primeros compases de la relación homosexual entre Hoover y su segundo de a bordo en el FBI Clyde Tolson (Armie Hammer), o en alguna otra esporádica como aquella en que Hoover le pide matrimonio a la que será su secretaria (Naomi Watts) en la biblioteca del Congreso.


Quizás sea pertinente la comparación de “J. Edgar” con el “Nixon” (1995) de Oliver Stone, en cuanto
a lo que ambas tienen de estudio reciente de un individuo ávido de poder y reconocimiento, y de las más profundas motivaciones de sus comportamientos.
Stone equiparaba al obsesivo presidente con el Macbeth shakespeareano, y quizás pecaba de pretencioso en su enfoque, pero su película, plena de barroquismo y de puesta en escena espasmódica, así como finalmente ambigua en su retrato de Richard Nixon, conserva sin embargo un notable vigor y logra darnos la medida y el fondo que buscaba para el personaje, se correspondiera más o menos con el Nixon real.
Sin duda uno particularmente prefiere un enfoque concisamente clásico a uno barroco, pero siempre y cuando el primero no derive hacia la falta de emoción y de vigor narrativo, hacia la atonía y la frialdad, hacia los cuales se decanta este “J. Edgar” a pesar de algunas explosiones pasionales como esa pelea de amantes que termina con Tolson besando la boca ensangrentada de Hoover.


El inquietante Hoover ha gozado de muy buenos intérpretes en el cine, la televisión y los escenarios: Bob Hoskins (en el “Nixon” de Stone), Ernest Borgnine, Pat Hingle, Treat Williams, Richard Dysart, Jack Warden, Vincent Gardenia, Kelsey “Frasier” Grammer, o el gran Broderick Crawford, cuya interpretación en la apetecible “The Private Files of J.Edgar Hoover” (1977), de Larry Cohen, recibió una muy calurosa acogida en su estreno.
Y ahora le ha tocado el turno a Leonardo Di Caprio, cada día mejor actor gracias al impulso de Spielberg y Scorsese, que está magnífico como Hoover joven, y sale airoso en las escenas del Hoover viejo, sorteando el escollo de la mala caracterización de los actores en sus personajes como ancianos, de la que sobre todo sale mal parado Armie Hammer.

1 de febrero de 2012

Dos grandes películas B de Richard Fleischer

La RKO, el legendario estudio hollywoodiense del que salieron en sus años de esplendor “King Kong” (1933), “Ciudadano Kane” (1941) o “La fiera de mi niña” (1938), fue durante los años 40, en su línea de producción de serie B, un impresionante vivero de talentos que ascenderían posteriormente a las películas de grandes presupuestos. Una formidable cantera de la que salieron Mark Robson, Robert Wise, Edward Dmytryk, Anthony Mann y Richard Fleischer, todos futuros realizadores de primera categoría, sobre todo los dos últimos. 

Richard Fleischer, hijo del gran cartoonist Max Fleischer, creador de Popeye y Betty Boop, se curtió largos años en las producciones baratas, principalmente en RKO, antes de progresar hacia las películas de alto presupuesto y las superproducciones. Fleischer fue un talento titánico cuyas mejores películas no han envejecido un ápice, y, lo que no es poco, ese talento se combinó con una personalidad modestísima, que el crítico Jacques Lourcelles definió de una forma inmejorablemente elegante como “la serenidad en sus relaciones con su propio ego”.

De aquella época de formación del creador de obras tan redondas como “Los vikingos” (un 8000 metros del género de aventuras), “Barrabás” (una verdadero diamante, el más extraño de los films bíblicos), “El estrangulador de Rillington Place” (mejor aún que su predecesora, también de Fleischer, “El estrangulador de Boston”, y cumbre absoluta de las películas sobre asesinos en serie), el policial “Los nuevos centuriones” o la desasosegante intriga psicológica “La muchacha del trapecio rojo”, de aquella humilde época de formación, decía, he visto recientemente dos auténticas joyas que quisiera reseñar.

Ambas son, por supuesto, films policíacos sin pretensiones que glorifican el papel de los agentes de la ley, y están protagonizadas por Charles McGraw, un actor notable, al que le va como un guante el calificativo de sólido, primer espada de innumerables thrillers baratos, y con papeles recordados como el sádico instructor de gladiadores de “Espartaco” o uno de los matones tras de Burt Lancaster en “Forajidos”.

Ninguna de las dos alcanza los 70 minutos de duración, y no parecen necesitar de más para narrar sus historias, lo que desacredita el farragoso metraje de tantos films policíacos contemporáneos.

La primera, “Armored Car Robbery” (1950), tiene un final (billetes desperdigados por la pista de aterrizaje de un aeropuerto) que se diría inspiró a Kubrick el de “Atraco perfecto” (1956). Pertenece al subgénero hold-ups (películas de “atraco perfecto”, al que Fleischer volvería en 1955 con “Sábado trágico”), pero despacha rápido la ejecución del atraco para centrarse en la persecución de los delincuentes y las relaciones entres estos, comandados por un prestigioso profesional del crimen llamado Dave Purvus al que encarna un espléndido William Talman.
Un ritmo sostenido recorre una película en la que abundan los planos en contrapicado, y cuyo guión firman Earl Felton y Gerald Drayson Adams.


La segunda, “The Narrow Margin” (1952) es todavía mejor (preciso como un reloj el guión de Earl Felton), y transcurre durante alrededor de tres cuartas partes de su metraje en un tren que cubre el trayecto Chicago-Los Ángeles, en el que viajan un policía y la chica a la que debe proteger de cara a testificar contra la Mafia.
Fleischer, que se sentía muy orgulloso de este film, salió victorioso del grandísimo reto para su destreza en la puesta en escena que suponía ambientar una película de acción entre los vagones de un tren.

Hay tantos aspectos que destacar en este film…Ahí está la palpable sensación de claustrofobia, de completo agobio, reforzada por las apariciones de un hombre gordísimo que abarca todo el ancho de los pasillos del tren; un soterrado, casi involuntario, humor en momentos ocasionales.; un hallazgo visual tan notable como el reflejo de un coche en los cristales del tren utilizado como imagen de enlace entre los acontecimientos que transcurren en distintos compartimentos, un leitmotiv que además se revelará posteriormente como fundamental para la resolución  de una las escenas clave del film  (lo que enlaza con aquel principio de Chejov para el teatro: “Si en el primer acto has colgado una pistola en la pared, en el siguiente debe ser disparada”). También una pelea entre McGraw y uno de los asesinos a sueldo en el angostísimo espacio de un compartimento, tan física o más que la de la barbería de “Encubridora” (1953) que filmó Fritz Lang cámara al hombro; y el gran papelón, con sorpresa incluida, de la morena de enormes ojos Marie Windsor, que fue miss Utah antes del cine. Y en fin, la economía narrativa, el ritmo extraordinario, casi dignos de un Raoul Walsh.


La película disfrutó durante años de una modesta fama, que llevó incluso a la realización de un remake que hizo Peter Hyams en 1990 con Gene Hackman y Anne Archer, de 97 minutos de duración (cerca de media hora más que la original) y que desconozco.

Queda además la certeza de que la filmografía de Richard Fleischer aún alberga muchas sorpresas por descubrir. Un cineasta imprescindible desde cualquier ángulo.