Hace
falta tener un alma verdaderamente grande para llevar a la pantalla
la tristísima historia de la niña “Mouchette”
(1967), y, aún más si cabe, para concebirla, si bien no
he leído la nouvelle
de Georges Bernanos en que se inspiró Robert Bresson.
Bresson,
el gran asceta del cine francés, el inconformista más
puro, nacido en el corazón de Francia, en Clermont-Ferrand (la
hermosa y empinada ciudad gótica en la que Rohmer escenificó
los dilemas morales y filosóficos de “Mi noche con Maud”),
abordó este proyecto
inmediatamente después de ese desolador catálogo sobre
los males de los que el hombre es capaz que es “Al azar,
Baltasar” (1966), presentándose “Mouchette” como una obra
más rica, de una espiritualidad extraña e incómoda,
una de las más grandes de su autor.
Es
la humanísima crónica de la vida lamentable de una
adolescente de pueblo, cuya madre está moribunda y su padre y
su hermano se ganan la vida como contrabandistas, al mismo tiempo que
está al cuidado de un bebé hermano, habitantes todos de
una inhóspita y gélida casa en los arrabales del
pueblo. Mouchette es marginada en el colegio, maltratada por todos, y
queda condenada a madurar a marchas forzadas. Los sórdidos
sucesos de una noche en el bosque precipitarán un desenlace
trágico y quizás inevitable.
Algunas
de las maravillosas perlas aforísticas de Bresson en sus
“Notas sobre el cinematógrafo” (su particular “Camino de
perfección” cinematográfica), encuentran idónea
correspondencia en fragmentos e imágenes de “Mouchette” y
nos iluminan con precisión sus recovecos:
“Nada
de bella fotografía, nada de bellas imágenes, sino
imágenes y fotografía necesarias”.
Lo
que entronca con lo enunciado por otro depurador de la forma,
Rossellini, cuando dijo que “un plano es bueno porque es correcto”.
En efecto, no hay belleza visual en plano alguno de la película,
sólo límpido blanco y negro.
“Producción
de la emoción sostenida por una resistencia a la emoción”.Hay
un instante, que casi podría pasar desapercibido por su
brevedad, en que Mouchette termina besando la mano de su madre
enferma tras regresar a casa, momento de honda ternura contenida, de
gran pudor, casi invisible.
“Música.
Ella aísla a tu película de la vida de tu película
(delectación musical). Ella es un potente modificador e
incluso destructor de lo real, como el alcohol o la droga”.
En
este film, salvo fragmentos diegéticos, sólo las notas
religiosas del “Magnificat” de Monteverdi, y en escasos momentos.
Acompañando a los títulos de crédito y tras la
breve plegaria de la madre enferma que los prologa, las resonancias
de esta pieza se expandirán por toda la historia con una
justeza inolvidable.
“Es
necesario que los ruidos se conviertan en música”. El
constante crepitar de la hoguera en toda la larga secuencia de la
crisis epiléptica del cazador furtivo Arsène y la
violación de Mouchette supone un contrapunto armónico a
toda la violencia de lo que está aconteciendo.
“Que
sea la unión íntima de las imágenes la que las
cargue de emoción”.
Después
de un primer intento de suicidio, un leve gesto de Mouchette en plano
medio dirigido hacia el conductor de un tractor, encuentra en
contraplano general a este último volviendo su rostro hacia la
muchacha pero finalmente proseguirá su camino. Un momento
descorazonador.
“No
corras tras de la poesía. Ella penetra toda sola entre las
junturas (elipsis)”.
Un
ejemplo máximo en la elipsis posterior a la violación
que concluye con el abrazo entregado de Mouchette, la poesía
entra poderosa entre la ambigüedad de la situación y el
abismo emocional que propicia una elipsis tan precisa.
El
excelente “Rosetta” (2000) de los hermanos Dardenne, film entre
el neorrealismo y el movimiento Dogma, bebía con provecho,
aunque sin aspirar a su dimensión espiritual, de
esta obra maestra de 1967, tomando como protagonista a otra chica
adolescente fustigada por la vida, también forzada a una
madurez precoz y vertiginosa. Sin embargo, el tono, el pathos,
de
“Mouchette” son del todo intransferibles, situándose la
obra de Bresson tan
a contracorriente del cine pop (a pesar de que el único
momento de felicidad de la protagonista, en los coches de choque,
tiene una alegría deliciosamente pop) e innovador que se hacía
por aquellos años, mediados de los 60, como de todo lo que se
había filmado en décadas anteriores, un cine
incontaminado de otras influencias cinematográficas (aunque
queda el misterio de las insólitas conexiones con el final de
“Alemania, año cero” de Rossellini, de 1947).
No
me resisto a concluir con un rosario de otras frases bressonianas
(cada admirador del francés atesorará sus preferidas),
de entre las que más me impactaron por su sabiduría o
su fidelidad a un sentido de “misión” artística:
“Dos
personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas
(¿razón por la que nos equivocamos sobre el color de
los ojos?)”.
“EL
CINE SONORO INVENTÓ EL SILENCIO”. (en
mayúsculas en el libro).
“Cuando
un sonido puede reemplazar a una imagen, suprimir la imagen o
neutralizarla. El oído va más hacia el interior, el ojo
hacia el exterior”.
Citando
al pintor Camille Corot: ”No
hay que buscar, hay que esperar”.
“No
se trata de actuar “sencillo” o de actuar “interior”, sino de
no actuar nada”.
“Eso
que yo rechazo como demasiado simple, es lo que es importante y en lo
que hay que profundizar. Estúpida desconfianza de las cosas
simples”.
“Prefiere
eso que te sopla la intuición a eso que has hecho y rehecho
diez veces en tu cabeza”.
“Cámara
y magnetófono, llevadme lejos de la inteligencia que complica
todo”.