La
francesa “De dioses y hombres” (“Des hommes et des dieux”), de 2010, es
una de las películas más extraordinarias, entre las estrenadas en el último
lustro, que este espectador ha tenido la oportunidad de ver. Extraordinaria por
calidad estética y porque haciendo suyo el principio chestertoniano de que no
hay estética sin ética, el director Xavier Beauvois ha filmado una obra de una
energía moral poco común en esta época de vacía brillantez formal.
Y lo
ha hecho sin dogmatismos, con realismo y veracidad, con un pudor exquisito ante
los conflictos íntimos y las emociones de los personajes. Y formulando,
calladamente, un discreto alegato por la tolerancia, la religiosa y cualquier
otra.
La
trama, con guión de Etienne Comar y el propio Beauvois, recrea los meses
anteriores al asesinato tristemente real de siete monjes cistercienses
pertenecientes a una misión en el Atlas argelino. Dicho crimen se produjo en
1996, en un momento de especial recrudecimiento del integrismo islámico más
sanguinario en Argelia, y su correlativa represión por el ejército del país.
Según testimonios recientes, la verdadera autoría del crimen no estaría
esclarecida aún.
Con
su ritmo contemplativo, plenamente acorde con el lento discurrir de la vida
monacal, “De dioses y hombres” es cine de gran hondura. Como botones de muestra,
es suficiente con seleccionar tres momentos que son puro cine y pura verdad.
Dos de ellos son, además, de tal sencillez, que podrían pasar desapercibidos: la
conversación en la que un viejo monje le explica a una joven musulmana cómo se
manifiesta el amor; y un plano general fijo que fusiona armónicamente a dos
monjes con su coche averiado, a un grupo de mujeres argelinas que les ayudan a
arrancarlo, y al amplio paisaje del Atlas que los circunda. Y no ha bastado más
que eso, ese breve y bellísimo plano fijo situado en el momento adecuado de la
película en el que cobra toda su significación, para darnos la esencia de la
película.
El
tercero, por el contrario, es uno de los momentos álgidos de la película, el de
la última cena que comparten los frailes, una sinfonía de rostros/emociones
modulada por “El lago de los cisnes” de Tchaikovky. Unos minutos de una belleza
indescriptible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario