"I
did Alfredo Garcia, and I did it exactly the way I wanted to. Good or bad, like
it or not, that was my film."
(“Hice
Alfredo García, y la hice exactamente de la manera que quise. Buena o mala,
guste o no, esa era mi película”)
Sam
Peckinpah
A Sam Peckinpah le entusiasmaba Méjico. Amaba su
anarquía vital, sus mujeres (se casó con una, la misma, tres veces), sus peleas
de gallos, sus cantinas, su tequila, su música, y su carácter incivilizado
frente a la fachada de orden de los Estados Unidos. En “La huida” (1972) de
Steve McQueen y Ali McGraw ese país es su salvación, como es el refugio querido
y ocasional de Billy the Kid en “Pat Garrett & Billy the Kid” (1973). Y
“Mayor Dundee” (1965) y “Grupo salvaje” (1969) transcurren en buena parte allí,
como si Peckinpah necesitara imperiosamente justificar las filmaciones en ese
país, y retratar sus paisajes y sus gentes.
Probablemente el director californiano nunca
disfrutó tanto un rodaje como el de “Quiero la cabeza de Alfredo García”
(“Bring Me the Head of Alfredo García”, 1974), rodada y ambientada íntegramente
en Méjico, en el que además dispuso de una libertad creativa de la que no había
gozado antes ni volvería a gozar en el futuro, siempre enfrascado en rodajes
turbulentos (en parte por su propia culpa) y expuesto a mutilaciones de sus
films por parte de los productores.
Es “Quiero…” una película
libre, valiente, honesta nihilista, más lírica que violenta, y ferozmente
personal. Para muchos el más personal de todos sus films, como corroboran las
palabras del propio Peckinpah recogidas más arriba, realizado a partir de una
historia escrita por él mismo junto con Frank Kowalski.
Es una “road movie”
que mantiene el tono justo a lo largo de todo el metraje, entre la aventura desesperada
y el romanticismo crepuscular, con destellos de humor negro propiciados por la
cabeza del título, que viaja en el coche del protagonista (Warren Oates) entre
hielo y moscas, y es objeto de los celos retrospectivos de éste con respecto a
su antiguo portador. Una película que empieza bucólicamente, con una joven
sentada frente a un lago, y concluye con la imagen del cañón de un fusil
disparando, metáfora del mundo despiadado que retrata.
Pero
es por encima de todo una extraña historia de amor, el que siente un perdedor
en busca de su última oportunidad por una prostituta, Elita (Isela Vega). Las
escenas entre ellos son probablemente las mejores: Oates, que duerme con las
gafas de sol puestas, se despierta con ladillas en el pene tras pasar la noche
con ella; la del picnic en la carretera, empapada de romanticismo otoñal y en
la que él acaba por pedirle que se casen; la tristísima en que ella llora
sentada bajo la ducha; y la que precede a la profanación de la tumba, una
secuencia extraordinaria.
Políticamente
incorrecto siempre, la controversia viene, una vez más en la filmografía de Sam
Peckinpah, de la mano de la misoginia y la violencia presentes. Sin embargo, la
innegable misoginia del director es aquí menos cruda y más matizada que en
otras películas. Elita es un personaje complejo, que parece entregarse con
cierto gusto a la violación por parte del motero que interpreta Kris
Kristofferson, pero a la que intuimos enamorada aún del muerto Alfredo García,
un amor nunca expresado con palabras, pero que se palpa con fuerza en la
bellísima secuencia nocturna y casi muda de la profanación de la tumba, en la
que la lectura moral de lo despreciable de este acto se extiende a la de la
profanación de los sentimientos de la chica.
Y respecto a la violencia, no hay gratuidad en las matanzas como sí en
otras de sus películas, aunque son interesantes las declaraciones de James
Coburn: “Sam quería mostrar la violencia como era para alcanzar la no
violencia, para hacerla tan repulsiva que nadie quisiera verla”. “Bloody
Sam” siempre fue un apodo relativamente injusto.
Uno se anima a conjeturar que la película no
hubiera sido tan buena sin la (mala) presencia de Warren Oates, que encarna al
protagonista, un gringo perdedor llamado Bennie afincado al sur del Río Grande.
Oates, natural de Kentucky y desaseado como un antihéroe de Bukowski (al que
sus hermanos afeaban su nulo gusto por la higiene en “Mayor Dundee”), fue un
asiduo de ese verdadero “wild bunch” de actores que conformó Peckinpah a lo
largo de su carrera (James Coburn, Strother Martin, Dub Taylor, Ben Johnson,
John Davis Chandler, L.Q. Jones, Slim Pickens, o ese R.G. Armstrong al que
Peckinpah otorgó papeles de rudo reverendo o intransigente puritano pero cuyo
aspecto en la vida real no difiere mucho del de un pirata), y es de lamentar
que falleciera tan joven, de un ataque al corazón a los 52 años.
A uno le parece que hay algo más de verdad en
ese perdedor desastrado que entra en una espiral suicida de sangre un poco por
amor y otro poco por inercia, que en el “Why not?” que el mismo Warren
Oates le responde a William Holden camino de la carnicería final de “Grupo
salvaje”. Entre estas las dos obras maestras de Peckinpah el tiempo parece ir
prefiriendo la autenticidad de “Quiero…” al formidable virtuosismo de “Grupo salvaje”.
Del tronco de Alfredo García, o más bien de su
cabeza, vienen Tarantino, Robert Rodríguez o el Tommy Lee Jones de “Los tres
entierros de Melquíades Álvarez