Con
el transcurso de los años, parece que va pesando un relativo olvido sobre las
películas que Alfred Hitchcock realizó entre dos incontestables piezas maestras
como “Rebeca” (1940) y “Encadenados” (1946), films realizados en plena Segunda
Guerra Mundial entre los que deberíamos incluir sus dos olvidados documentales
para el esfuerzo bélico: “Enviado especial”, “Matrimonio original”, “Sospecha”,
“Sabotaje”, “La sombra de una duda”, “Náufragos”,
“Bon Voyage”, “Aventure Malgache” y “Recuerda”.
Incluso
uno tan extraordinario como “La sombra de una duda”, que presenta al más
elegante de los psicópatas de Hitchcock bajo los rasgos y el porte de Joseph
Cotten y tan valorado en otros tiempos, ha quedado un tanto eclipsado por los
dos mencionados más arriba y sus joyas de los 50 y los 60.
Y
con injusticia se tiende a despachar “Náufragos” (“Lifeboat”, estrenado
a principios de 1944) como una mera hazaña técnica, la de rodar una historia
íntegramente en el reducidísimo recinto de un bote salvavidas. Pero “Náufragos”
es una obra asombrosa no sólo por su carácter experimental.
Prueba
de la ambición con la que Hitchcock abordó el proyecto es que inicialmente
contactó a Hemingway para que escribiera un argumento a partir de la idea de un
grupo de náufragos en una lancha a la deriva. El legendario escritor declinó la
propuesta y como recambio acudió a John Steinbeck, entonces en la cima de su
prestigio después de “Las uvas de la ira”. El californiano bosquejó un
argumento que Jo Swerling convirtió en un guión, libreto que a su vez fue
pulido por Ben Hecht y el propio Hitchcock. Una nómina de escritores que corta
el hipo.
La
encajonada trama gira alrededor de ocho personajes que se refugian en un bote
salvavidas después de que su barco fuera torpedeado por un submarino alemán:
una reportera, un millonario, cuatro miembros de la tripulación que
desempeñaban las respectivas tareas de engrasador de máquinas, operario de
radio, marinero y camarero, una enfermera, y el marino nazi que recala por el
hundimiento de su submarino, y que será el catalizador de las tensiones. Un
noveno, una madre con su hijo muerto, se suicida al poco de acceder al bote.
François
Truffaut se lo definió bastante bien a Hitchcock comentando que “el film
constituía un conflicto psicológico al mismo tiempo que una fábula moral”. Y en
verdad es una película bastante atípica dentro de la filmografía del genio
londinense, por su carga filosófica-política (hay incluso referencias más o
menos implícitas a la lucha de clases y a la segregación de los negros) y la falta
de grandes set pièces de suspense.
Estrenada
en 1944, poco antes del desembarco en Normandía, el mensaje de esta alegoría
política de la situación mundial llegó con cierto retraso: los alemanes (el
capitán nazi) tienen claros sus objetivos y eso les hace más fuertes, mientras
que las democracias occidentales (el resto de los integrantes de la lancha)
siguen divididos y por tanto debilitados frente al enemigo común.
Estilísticamente,
la película se fundamenta en el uso de planos medios y del close-up, con apenas algún plano general de la lancha desde lejos
pero, paradójicamente, la sensación no llega a ser de claustrofobia.
Hay
una escena que muestra una extraordinaria inventiva en el uso de esa
planificación, aquella que recoge la primera conversación íntima entre Hume
Cronyn y Mary Anderson: primero encuadrados frontalmente con ella de espaldas y
él mirando a la cámara, después ambos rostros de perfil pero sin mirarse porque
sus cuerpos siguen en planos distintos, por último de nuevo una toma frontal
pero ahora él de espaldas y el rostro de ella hacia la cámara. Bañados por la
luz de la luna, es una hermosa y sencilla solución visual que, junto con los
diálogos, va recogiendo el desarrollo de una intimidad.
El
personaje con más fuerza del film es sin duda el de la sofisticada y sarcástica
reportera que encarna Tallulah Bankhead, en una de sus contadas apariciones en
pantalla. Parece que Hitchcock ya la había visto muy joven sobre las tablas
londinenses y la quería expresamente para este papel. Se cuenta que la
desinhibida Tallulah se presentaba en el set de rodaje sin ropa interior
(sujetador y bragas), para regocijo del propio Hitchcock. No es de extrañar por
tanto que sea ella la principal artífice del palpitante erotismo de la escena
en que, después de una tormenta en la que por primera vez se han besado, la
Bankhead escribe sus iniciales con pintalabios en el torso desnudo de John
Hodiak, plantado aquí y allá con las iniciales tatuadas de sus antiguas
conquistas.
Entre
los actores, aparte la gran Tallulah, destacan dos formidables secundarios: el siempre
exuberante Henry Hull como el millonario, y el grueso austríaco de mirada
astuta Walter Slezak, especialista por aquellos años bélicos en nazis de
diverso pelaje (por ejemplo, “Esta tierra es mía”, de Jean Renoir, del mismo
año en que se rodó “Náufragos”).
Como
curiosidad, en un cameo
particularmente imaginativo y autoparódico, Hitchcock documentó la dieta
rigurosa a la que se sometió durante la preparación del film, y en la que llegó
a perder un tercio de su peso: William Bendix lee un periódico en el que vemos
un anuncio con sendas fotos del antes y el después de la dieta del genial
gordo. De los más divertidos de su carrera, junto con el niño que hace aguas
menores sentado sobre sus rodillas en “Cortina rasgada”, y el autobús que le cierra
la puerta en las narices en “Con la muerte en los talones”.
Extraña,
alegórica, política, con una neblinosa atmósfera de pesadilla, como una
“Rebeca” en alta mar, “Náufragos” merece un mejor puesto en el panteón
hitchcockiano.
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