El pool o billar americano es un deporte con fuerte atractivo, de un encanto realzado por la atmósfera espesada de humo y alcohol de los salones y la reputación dudosa del ambiente y los tipos que lo pueblan.
Quizás haya personas que aprecien la película “El buscavidas” (“The Hustler”, 1961) mayormente por este motivo argumental. Pero si trascendemos la superficie de éste, que por otra parte refuerza intensamente el sabor realista de la película, si nos dejamos llevar por las intenciones del director, productor y guionista Robert Rossen de suscitar en el espectador variadas reflexiones, un buen puñado de temas nos vienen a la cabeza:
- En algunos de los mejores diálogos de la historia del cine, se habla del talento y del carácter, y de la poca utilidad del primero si no va acompañado del segundo.
- De cómo el atajo más rápido hacia el amor puede ser la vulnerabilidad compartida. Hay mucha autenticidad en la historia amorosa de esos dos personajes a la deriva que se conocen en una estación de autobuses que parece salida de un cuadro de Edward Hopper, y que interpretan Paul Newman y Piper Laurie. Autenticidad, sobre todo, en la escena del picnic, prodigiosa y crucial bajo su apariencia insignificante, casi de transición.
- De los temperamentos autodestructivos, como son los de la pareja mencionada, y haciéndolo sin afán psicoanalítico.
- Del placer y del respeto que deparan el talento y el trabajo bien hecho entre los que, como “Minnesota Fats”, saben apreciarlos.
- Y, sobre todo, del poder y de las reglas que lo vertebran. Todo ello personificado en el personaje que interpreta George C. Scott, cuya caracterización merece un aparte. No se me ocurre un actor mejor para encarnar al hosco capo Bert Gordon, al que enriquece de una forma impresionante: su simpatía forzada, su autocontrol (ese fantástico detalle de guión: mientras “trabaja” sólo bebe leche), su pasión por el dinero, su preciso olfato para calar a las personas. Rossen apunta a que la manifiesta sensación de poder del personaje anula en él cualquier escrúpulo moral.
La magnífica actuación de Scott, que en vida fuera el más pendenciero de los actores, es una más en un conjunto de cámara inspiradísimo. Paul Newman, en su plenitud física, borda el mejor papel de su primera época y quizás de toda su carrera, el del incomparable Eddie Felson. Como incomparable es la elegancia interpretativa y de porte (“like a dancer”, comenta Felson de sus movimientos al jugar) de un Jackie Gleason que da la medida precisa de su “Minnesota Fats” con apenas su presencia y unas pocas miradas. Myron McCormick desaparece a mitad de metraje pero en todas sus escenas, sobre todo en aquella en que intenta recuperar a Eddie para la vida nómada, está extraordinario. Y la injustamente olvidada Piper Laurie, atormentada, vulnerable, con un halo trágico desde su primera aparición.
La dinámica jazzística, la horizontalidad de la puesta en escena y el límpido blanco y negro, me traen a la memoria otra película cruda, nocturna y formidable, “Sweet Smell of Success” (Alexander Mackendrick, 1957).
Creo que el mejor comentario sobre esta obra maestra absoluta, es de Newman y lo recoge Shawn Levy en su biografía de 2009:
“Fue una de esas películas en las que te levantabas por la mañana y estabas impaciente por empezar a trabajar, porque sabías que era tan buena que nadie podría estropearla”.
*Una sabrosa anécdota: Jackie Gleason era también un magnífico jugador de billar y se cuenta que, durante una improvisada partida contra Newman en pleno rodaje, se comportó como un verdadero hustler, dejándose ganar durante tres mangas para mostrarse intratable en la cuarta y última una vez el nivel de las apuestas era lo bastante fuerte. Newman, irónicamente, fue hustler delante de las cámaras pero hustled detrás de ellas.